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A lo largo de la conversación expresé mi intención de
profundizar en la notable ausencia de valores que nos circunda, en la falsedad
y la manipulación de quienes nos gobiernan, la crítica despiadada y la
maledicencia, el exceso de información que encubre la carencia de formación
real, el culto al cuerpo que atrapa tanto a los más jóvenes como a quienes
temen dejar de serlo, y un largo etcétera que aqueja a la sociedad.
Pero él, siempre calculador y pausado, escondido tras sus
gafas de intelectual, me aconsejó escribir de las personas; esos seres
desconocidos que pueblan el universo de nuestra existencia. Es una tendencia
que se impone, me dijo, que como tantas otras pasará pronto a engrosar el baúl
del olvido. Hablar de lo que le ocurre al mundo, en la actualidad, deja un
tanto indiferentes a quienes —tal vez por sufrirlo— ya no esperan que nada
cambie. En suma, insistió, hay que hablar de personas concretas, de sus
problemas, sus miedos y calladas virtudes.
Lo que hacen otras personas siempre atrae a quienes anhelan
ver la vida escondidos tras los cristales de su anonimato. A diferencia de
quienes airean sus vidas públicas en los medios de comunicación, las personas
humanas siempre creen que su vida no tiene valor alguno. Mientras el famoseo
mantiene su autoestima bien alta, quienes se arrellanan a contemplar la vida de
otros en el silencio de su nadeidad, la diluyen en sus complejos.
Sí, como siempre, mi amigo Marco Antonio tenía razón. Las
personas son el crisol en que se gestan los verdaderos cambios de una sociedad,
porque los sistemas, siempre fallan cuando no les asiste la fuerza y la
convicción de las personas humanas. Pueden mantenerse a flote, por un tiempo,
con el concurso de las personas número, de aquellas que conforman la argamasa
de la sociedad y son arbitrariamente zarandeadas por el viento de corrientes
intencionadas. Estas son las personas cosa que no cuentan, que viven en
colmenas tristes, hacinadas en cajitas de cartón con derecho a una visión
rectangular del cielo, en nichos blanqueados a los que llaman hogares y que no
conforman sino un cementerio de sueños y aspiraciones. Porque un mundo que
carece de sonrisas, de horizontes claros y esperanzas definidas, de la
posibilidad de un trabajo digno y creativo, es un mundo quebrado, desecho, un mundo
con las alas rotas que intenta batir sus muñones desesperadamente, soñando con
la capacidad de volar que ya no tiene.
Un mundo así, carente de profundos ideales, del sentido de
la palabra empeñada y la rectitud, de honestidad y franqueza, es un mundo frío.
Sin embargo, este es el mundo en que vivimos: una charca verdosa en la que nos
hemos acostumbrado a respirar a pesar de la escasez de oxígeno que nos mantiene
con la respiración asistida. Pero… ¿a quiénes les interesa mantenernos en este
trance de respiración asistida? ¿Quiénes mueven los hilos tras el escenario?
Sin duda, nos hemos acostumbrado a ver el mundo a través de
una ventana minúscula, rectangular, en la que algunas flores adornan nuestro
limitado paisaje. Tal vez por ello, malgastamos nuestra vida trabajando día y
noche por conquistar una minúscula parcela con derecho a vistas, un palmo de
césped al que llamamos eufemísticamente naturaleza. Cedemos nuestro tiempo en
varios trabajos que no nos sacan de pobres, olvidando nuestra verdadera formación,
aquella que nos permitirá educar a nuestros hijos en verdaderos valores
humanos.
Pero sin embargo nos conformamos con poder opinar sobre
nuestra sociedad, tímidamente, en el anonimato de una papeleta blanca que se
deposita detrás de una cortina. En verdad, siempre que subo al metro me dejan
votar a qué parada deseo ir; puedo elegir el tatuaje que adornará de por vida
mi cuerpo; la canción que me representará en un certamen, etcétera. Ellos, los que mueven los hilos, en cambio,
saben dónde estoy en cada momento, a qué lugar me dirijo, qué compro, las
opiniones que expresé anoche en el chat y el jersey que prefiero. Guardan mis
selfies en la galería de sus ocultos ordenadores, para ver la evolución de mi
rostro con los años, y me proponen páginas que me gustará ver, a fin de que me
comporte como un consumidor activo; de este modo la sociedad seguirá
funcionando, la economía —ese ídolo al que todo se sacrifica—, me lo
agradecerá… Y ese mundo triste e indiferente, seguirá rodando, ladera abajo,
hacia un fin incierto que sus confiadas gentes aún no adivinan.
Sí, ciertamente no hay nada más importante en este mundo que
las personas, esos seres a menudo adormecidos y ausentes que tan solo viven
aquello que les permiten las circunstancias. Y a ellos me quiero dirigir en
esta sección, cada semana, a partir de ahora.
Ramón Sanchis Ferrándiz, abril de 2015. ©