Pero ante todo es propio del
hombre la diligente investigación de la verdad. Cicerón,
Sobre
los deberes
La primera obligación que impone
la justicia es no causar daño a nadie, si no es injustamente
provocado; la segunda ordena usar de los bienes comunes como comunes
y de los privados como propios.Cicerón,
Sobre
los deberes
Hay
personajes históricos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida,
y que van cambiando con nosotros conforme vamos madurando, o
acercándonos, también nosotros, al final de la misma. No obstante,
resulta difícil cambiar de opinión; y así aquel personaje que nos
resultó simpático en un primer momento es difícil que adquiera
características negativas por mucho que lleguemos a conocerlo un
poco mejor, o por muchos libros que leamos sobre él. Resulta
verdaderamente complicado olvidarse de aquel primer poso de simpatía.
Es conveniente, sin embargo, desconfiar de él, y no dejarse llevar
por odios ni por rencillas. Aquel sólo sirve para cerrarnos puertas.
Muy a menudo me he preguntado,
dándome respuestas más o menos verídicas, más o menos
convincentes, de dónde me surgió la simpatía por Julio César, y
la antipatía por Marco Tulio Cicerón. También me he recordado, muy
a menudo, que no se puede juzgar a un personaje del pasado con los
supuestos del presente. No recuerdo dónde ni de quién, era un
personaje romano, creo recordar, leí que llevado a juicio, cuando
vio a los jueces, protestó: alegó que quería no jueces jóvenes,
como los que le habían tocado en suerte, sino jueces de su edad, es
decir, personas que partieran de sus supuestos, que lo entendieran, y
lo juzgaran de acuerdo con ellos.
Resulta
muy difícil, pasados los años, y los siglos, meterse en la
mentalidad de un romano o de un griego de la época, y ver o juzgar
el mundo según lo hacían ellos. Así no hay vez que no piense en la
esclavitud que no se me pongan los pelos de punta. Imagino que debe
de ser horrible estar bajo la potestad de una persona que puede
hacer, con la otra, todo cuanto le apetezca o le venga en gana. Más
de una vez me he preguntado, sin embargo, si para aquellas personas
había tanta diferencia, como yo imaginaba, entre la libertad y la
esclavitud. Quizás la única diferencia fuera el cambio de amo o de
villa y pueblo. Cierto es que han llegado hasta nosotros documentos
sobre el trato dado a los esclavos, o las crueldades cometidas contra
estos. Algo, no lo olvidemos, que estaba totalmente asumido por
todos. Lo cual, cierto es, no justifica dicho trato; pero tampoco lo
presenta como una crueldad de unos cuantos. Porque cabría
preguntarse cómo vivía el resto de la población, y cómo eran sus
relaciones con sus patronos, capataces, o, incluso, con el mismo
poder.
Resulta
ilustrativo, al respecto, visitar ruinas y monumentos. Y surge,
inmediatamente, la primera evidencia: cualquiera de nosotros tiene
más comodidades y vive mejor, que el más poderoso dominus
de
la época de Nerón, por ejemplo. Por lo tanto, la diferencia no se
debe establecer entre ellos y nosotros, sino entre un siervo y un
señor de la misma época. Y aquí surge otra dificultad: no tenemos
testimonios de ningún esclavo. Cierto es, no obstante, que se
sublevaron. Sería suficiente con recordar a Espartaco. Y cierto es
que, algunos, incluso llegaron a matar a su propio dominus,
o
a abandonarlo cuando lo podían haber salvado, como ilustra cuanto le
sucedió al hermano de Cicerón, o a Larcius Marcedo1.
Nada nos impide pensar que no se repitieron, con alguna frecuencia,
hechos de la misma naturaleza. Ahora bien, estos hechos no
cuestionaron la esclavitud en sí sino el trato dado a los esclavos.
Lo cual, tal vez erróneamente, me ha llevado a pensar, muy a menudo,
que quizás no hubiera tanta separación entre el esclavo y el libre.
¿Cómo se acabó entonces con la esclavitud? sería la pregunta
inmediata. El proceso fue tan lento que contestar a esa pregunta
supondría, tal vez, hacer una historia de la humanidad. Pues no hay
que olvidar que ha habido esclavitud a lo largo y ancho de todos los
tiempos. Y aun me atrevería a decir más: la esclavitud fue
degenerando: no es lo mismo, ni de lejos, ser esclavo en la Roma
imperial que serlo en una plantación de algodón, en el sur de
Estados Unidos, en el siglo XIX. Claro, que entonces se dio un paso
al frente: los esclavos en Estados Unidos eran sólo negros. Los
romanos, al parecer, no tenían esos problemas: lo mismo les daban
negros que amarillos, pálidos o sin colorear. Sin olvidar el gran
papel que algunos de esos esclavos jugaron tanto en la vida privada
como en la historia. Un esclavo podía ser un magister,
y
un esclavo fue quien tradujo la Ilíada
del
griego al latín. Ese mismo esclavo, Livio Andrónico, adaptó
algunas tragedias griegas al gusto romano dándole una nueva
dimensión al teatro romano que, según Tito Livio, nació en
Etruria.
Hubiera sido muy interesante,
metidos de lleno en la ficción, que Livio Andrónico, hubiese
escrito algo así como las memorias de un esclavo. Seguramente tal
planteamiento es impensable para la época. ¿A quién lo hubiera
interesado lo que pensaba o sentía un esclavo? ¿Quién hubiese
leído tamaño despropósito? Sin embargo, no lo debieron pasar nada
bien: surge el recuerdo, inmediatamente, de las troyanas hechas
prisioneras, esclavas, por los victoriosos griegos. Una reina,
Hécuba, en cuestión de horas, pasa de ser señora a esclava, de ser
servida a servir... No en vano los antiguos representaban a la diosa
Fortuna de pie sobre una esfera.
Difícil resulta, pues, meterse en
la mentalidad de aquellas personas, máxime cuando nos separan tantos
años, tantas costumbres y gustos diferentes, y una lengua tan
transformada cuando no distinta. Ahora bien, hay personas dotadas de
un don especial, personas que tienen la virtud de acercarnos a épocas
y personas remotas como si ellos mismos hubieran estado allí, y
hubiesen sido partícipes y protagonistas de los momentos más
importantes. Sirvan de ejemplo, por citar algunos al azar, las
biografías de Stefan Zweig, sobre María Estuardo, Erasmo de
Rotterdam, Balzac, Castellio, etc. Y la monumental historia de Roma
de Theodor Mommsen.
El
recuerdo de estos dos autores, a los que habría que añadir a don
Benito Pérez Galdós, podría abrir un debate muy interesante sobre
el estudio del pasado, y la enseñanza en las escuelas y en las
universidades, pues llama la atención el acopio de materiales, el
manejo de fuentes e informaciones que realizan los tres para escribir
sus obras. Y en una época, siglo XIX y principios del XX en los que
no hay ordenadores, Internet, móviles ni ninguno de estos artilugios
que, innegable es, tanto facilita la labor del investigador. Que don
Benito escribiera los
Episodios y
Mommsen la Historia
de Roma sin
ayuda de esto, y a la edad en la que lo hicieron, habla de su altura
intelectual, difícil de alcanzar. Ahora bien, ¿fueron objetivos en
sus apreciaciones? ¿Y lo somos nosotros a la hora de leer sus obras?
A Mommsen, que no era español, le dieron el premio Nobel de
literatura por la Historia
de Roma. A
don Benito, y al parecer por culpa de sus enemigos políticos, se lo
negaron. La estrechez de miras de nuestros políticos siempre, salvo
honrosas y breves excepciones, siempre ha sido proverbial. Sólo nos
faltaba saber, y ya que de Roma hablamos, la utilidad que en Mérida
se le quiere dar al viejo anfiteatro romano.
Mommsen,
volviendo a nuestro tema, fue un claro admirador de Aníbal y de
Julio César. Se nota en sus páginas, pese a la traducción: hay un
pálpito de vida cada vez que aparece en escena Aníbal. Y hay el más
profundo de los desprecios hacia Marco Tulio Cicerón. No creo, pese
a que compartimos simpatías, que Mommsen sea objetivo en sus
apreciaciones. Cierto es que el Imperio, en la época de César y de
Cicerón, no se puede gobernar como la Roma
Quadrata de
los inicios, cuando reinaban los reyes o se establece la República.
Y sí, políticamente, a Cicerón, aunque en otro orden de cosas, le
sucede lo mismo que al Torquemada galdosiano o histórico: siempre
tiene que estar demostrando que es noble y que no come cerdo. Pone
Cicerón tanto empeño en hacer olvidar que es un advenedizo, un homo
novus, que
consigue lo contrario de cuanto se propone. Y es tan pesado
recordando, falsamente, que salvó a la República de la famosa
conjuración de Catilina... Ahora bien, todo eso no invalida la
importancia de Cicerón como escritor. Quizás, como quiere Mommsen,
no sea un escritor original, es cierto, y tal vez su importancia
resida en ser un mero divulgador. Pero no olvidemos el contexto:
reinterpreta a Platón, lo traduce, hace asequible la filosofía
griega para los romanos, y gracias a él se va a extender por todo el
occidente en una lengua, además, que va ser el modelo para futuras
generaciones. No es poco cuanto hizo. Sus obras siguen siendo un
acabado modelo de prosa, sus cartas son información de primera mano;
y al lado de sus absurdas auotalabanzas queda el hombre, el padre que
sufre por la muerte de su joven hija, quizás el gran amor de su
vida. Con el paso de los años se me ha ido abriendo una profunda
brecha hacia el hombre en tanto que, pese a mí, sigo despreciando al
político.
Hablando el otro día con un amigo
me decía éste que no siendo, él, nada ciceroniano de haber podido
hubiese evitado los idus de marzo a fin de que no se produjera el
asesinato de Cicerón. No pudo ser. Y como decía el propio Cicerón
unos corazones de leones, con unas cabezas de chorlitos, acabaron con
César en aquellos lejanos idus de marzo. Quizás a Bruto y compañía
les faltó visión política, o valor. El valor, como todo, es
relativo: enfrentarse a alguien en aquella época podía suponer la
muerte, el exilio o la esclavitud. Se jugaba fuerte. Hoy el político,
como los buenos espías, siempre tiene vías de escape. Quizás por
eso se atreven a tantos desmanes y estupideces. Y a tanto desprecio,
que no hace sino ocultar su profunda y ganada ignorancia. La última,
como ya sabrán, es convertir el anfiteatro de Mérida en una pista
de pádel. Ahora, parafraseando a Cicerón, tenemos cabezas de
chorlitos en pechos donde no late nada. Como decía un lector de la
noticia, tal vez lo próximo, en los próximos idus de marzo, sea
hacer carreras de galgos en el Museo del Prado. Los Brutos no se han
extinguido, hijo mío. Campan por doquier. Y con impunidad total.