No hay género de injusticia peor
que la de quienes en el preciso momento en que están engañando
simulan ser hombres de bien. Cicerón,
Sobre
los deberes.
Algunos periódicos esta semana nos
han vendido una noticia como si lo importante de esta no fuera ella
en sí misma, el fondo de la cuestión, sino que, por fin, todos (?),
tirios y troyanos, se han puesto de acuerdo en algo. Por supuesto,
cuando los periódicos hablan de todos, omiten “partidos
políticos”. Si es así, si en esto se han puesto todos de acuerdo,
se hacen un flaco favor a ellos, y a la sociedad en general.
Por
si esto fuera poco, no deja de ser significativo que también se
hagan eco de una falsa polémica, necia donde las haya, alimentada,
ahora, por unos personajes que se van en bicicleta al fin del mundo
para venir con la exótica especie de que los niños no deben hacer
deberes. El argumento utilizado para devaluar los deberes es genial.
Y no es la primera vez que se esgrime. Utiliza este argumento, como
línea maestra, que nadie, a los 30, 35 años, y aun antes, recuerda
muchas de las cosas que le enseñaron en las aulas bien de los
institutos o de las universidades. Y por lo tanto, ni hay que
memorizarlas ni hay que hacer deberes porque todo se olvida. Imagino
que quien esgrime tan peregrinos razonamientos recordará todas y
cada una de las palabras de don Miguel de Cervantes, suponiendo que
se haya leído El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que
ya es mucho suponer.
De
lo contrario para qué leer el tal libro ni hacer ningún trabajo
sobre él. Y lo mismo podemos decir de las sinfonías de Beethoven o
de las óperas de quien se quiera. Que las oiga el director de
orquesta, que se las sabe de memoria, porque el común de los
mortales las vamos a olvidar con suma facilidad, casi en cuanto las
oigamos. Parece, ante semejantes razonamientos, que estamos
confundiendo cultura con cualquier programa de televisión. En estos
lo importante no es tener una buena y sólida formación sino saber
cuántas veces carraspeó el Cid antes de morir, si es que carraspeó.
Es la ciencia del inútil saber, ya criticado por el mismo don Miguel
en su genial novela.
Algunas personas nos hemos leído
algunos libros hasta dos y tres veces. Y seguro estoy de que muchos
no sabríamos responder de muchísimas de las cosas que se cuentan en
ellos por la sencilla razón de que las hemos olvidado. Es imposible
retener todos los libros leídos y todas las sinfonías oídas.
Aunque a veces me pregunto si, en realidad, se olvidan estas cosas.
Pues está claro que todo va dejando un poso que forma a la persona.
Pero tal vez no sea ese el problema que se plantea con eso de hacer o
no hacer deberes, ni el que se resuelve con este cacareado ponerse
todos de acuerdo para hacer algo con respecto al sistema educativo.
En lo que se han puesto de acuerdo
los políticos es en que el ajedrez tenía que ser una asignatura
dentro de la enseñanza, imagino que de la secundaria. No han
especificado si con esta asignatura tendrían que hacer deberes los
lúdicos alumnos. Imaginamos que no. Aunque si no fuera así,
propondríamos cambiar el ajedrez por el parchís, pues aquel, como
dijo el otro don Miguel, el de Unamuno, como juego es mucho y como
filosofía muy poco. Además, manejando el cubilete, o el dado, se
puede conseguir cierta destreza manual, que siempre viene bien.
Dicen quienes están a favor de que
el ajedrez se introduzca en las aulas que este desarrolla la mente.
No digo que no. Pero ese desarrollo tal vez se quede ahí. Es decir,
desarrollar la mente jugando al ajedrez tal vez sólo sirva para
jugar al ajedrez, mientras que si los alumnos se aplican a estudiar
música, a tocar un instrumento, quizás puedan ir un poco más
lejos. Y no digamos nada si estudian latín, griego u otra lengua.
Para qué comentar la cantidad de libros a los que, y en lengua
original, van a tener acceso. Ahora bien, nada de esto se consigue
sin esfuerzo. Ya se sabe: hay que memorizar verbos, aprenderse las
declinaciones, hacer ejercicios. Para luego no acordarse de rosa,
rosae. Pero no, la educación es algo más que eso, mucho más. Y eso
no se consigue sin esfuerzo. No basta con asistir a una clase para
ser médico o una persona educada. Ni es suficiente ponerse un
pantalón corto y unas zapatillas caras para ganar el maratón o la
carrera del pueblo de al lado.
Hace
ya algunos años se nos advirtió que el aprender “cuando es
verdadero, no consiste en una asimilación pasiva, sino en una
búsqueda esforzada,
lo
cual solo es posible mediante la participación espontánea de quien
quiere aprender”1.
Otra cosa es que no se quiera aprender, y no se quieran demandar
esfuerzos por la sencilla razón de que algunos, padres y maestros,
no se quieran esforzar ellos mismos. Y la cosa es muy sencilla: si
alguien cree que va a aprender un idioma sin trabajar, sin memorizar
el vocabulario, y sin esforzarse, no tardará en percatarse de cuán
equivocado está. Aunque se vaya a vivir al país donde se habla el
idioma que estudia. Nada se le va a entregar, y menos ningún idioma
o saber, sin trabajo ni esfuerzo. Y contra más se esfuerce, mejores
resultados obtendrá. O, al menos, le quedará el buen sabor de boca
de haberlo intentando, de romper los límites y de ser mejor de lo
que se era.
El
principio fundamental de la educación en la Grecia clásica era la
areté,
la virtud. Esta es utilizada, una y otra vez, por Homero para
designar la excelencia humana, pero también la superioridad de los
seres no humanos. La virtud es propia de la nobleza; y esta sólo se
consigue mediante el esfuerzo. “La fuerza educadora de la nobleza
se halla en el hecho de despertar el sentimiento del deber frente al
ideal, que se sitúa siempre ante los ojos de los individuos”2.
No
debemos olvidar, no obstante, que hace ya muchos años, en esta
nuestra sociedad, con un sistema educativo utilizado como arma
política, se está predicando en contra del esfuerzo. Es lógico: si
se oye hablar a algunos de nuestros políticos o dan pena y ganas de
llorar, o, último escalafón, recurren a la onomatopeya, tal vez
como hiciera el lenguaje en sus inicios. Para eso no hace falta
esforzarse mucho, desde luego. Y tal vez “no es la educación lo
que hay que reformar, como creían los que acusaron y ejecutaron a
Sócrates, sino que es el estado el que tiene que renovarse desde sus
cimientos.”3
Al fin y al cabo, este, con la educación, ofrece una imagen de sí.
Y este estado ya vemos a donde nos está abocando, a ponernos de
acuerdo sobre necedades olvidando lo esencial, y sustentado por ideas
peregrinas cuanto menos. ¿Para qué vamos a aprender a caminar si
nadie recuerda cómo dio los primeros pasos?
No
olvidemos, por fin, que “las costumbres de los adolescentes
reproducen luego las de las nodrizas y pedagogos. Un niño que se
había educado en casa de Platón cuando, tras ser devuelto a sus
progenitores, vio a su padre vociferando, dijo: “Esto no lo he
visto nunca en casa de Platón””4
No se esforzaran si nosotros no nos
esforzamos por ellos, y por lograr una sociedad más justa, educada y
equitativa. Esperemos, pues, que los adolescentes vean a los adultos
esforzarse por cosas serias, ellos y su educación, que les va a
costar de conseguir, y no por las necedades que ya están calando en
la sociedad. Y esperemos que mucha de la pretendida pedagogía no sea
el escudo que amaga muchas carencias. Nada se consigue sin esfuerzo.
Los dioses nunca regalan nada. O, como diría Sancho, Dios ayuda a
quien se ayuda.
1Werner
Jaeger, Paideia, Traducción
de Joaquín Xirau y Wenceslao Roces. Fondo de cultura económica,
Madrid, 1981, p.560