Sigo sin entender el alto grado de fascinación que buena parte del público siente por Christopher Nolan, director de culto para muchos; un gran director, sin más, para otros. Confieso que me encuentro en el segundo grupo. Siento admiración por la obra de Nolan, principalmente por salirse siempre de los cauces establecidos y por arriesgar en cada trabajo, pero no soy de los que esperan sus nuevas películas como agua de mayo ni formo parte de ese sector cinéfilo que lo idolatran como si fuese el nuevo Mesías. Interestellar (2014), el último eslabón de su estimable filmografía, es una obra que nace con la etiqueta de polémica grabada en la frente. Y eso, en una industria cada vez más falta de recursos imaginativos, se agradece. Vaya por delante mi enhorabuena a Nolan porque con cada una de sus obras logra sorprender, mantienendo un estimulante pulso entre detractores y defensores del que solo los grandes directores pueden presumir. Ahora bien, toca contestar a la pregunta del millón: ¿me ha gustado Interestellar? Sin querer escurrir el bulto diré que tengo sentimientos encontrados con ella. Por un lado, valoro su poderoso grado de fascinación visual, pero la grandilocuencia y pretenciosidad que encierra su historia me impide cualquier rastro de empatía con ella.