“Els
dos abismes entre els quals l'home es troba suspès no són pas els
que esgarrifaven Pascal, sinó aquests: instint i intel·ligència. I
el suprem dolor de l'home és constatar que en definitiva el primer
guanya sempre”1
Gaziel,
Meditacions
en el desert.
No
tardamos mucho en hablar de lo que estaba en boca de todo el mundo:
el fanatismo. Conversaciones y manifestaciones recientes tenían su
origen en el atentado, en París, contra la revista satírica
francesa Charlie
Hebdo.
Y en el consiguiente asesinato de los rehenes tomados por los
terroristas. La verdad es que los tres, en nuestra vacía sala de
reuniones de la residencia, nos sentimos impotentes ante tan
tremendos hechos. Y no sólo ante los hechos sino también ante las
reacciones y las causas que provocan tales despropósitos. Quizás
nos falte formación, o información, para llegar a la raíz de este
negro problema. Lo intentamos, no obstante.
-¿Qué le parece a usted esto del
fanatismo? -le pregunté a doña Paquita tras saludarla, refiriéndome
a los atentados.
-¿Qué me ha de parecer? Que es una
auténtica barbaridad.
-Estoy de acuerdo con usted -dijo el
señor Tomás-; pero esa barbaridad no es privativa de la pobreza, de
la miseria y de la ignorancia, como algunos pretenden hacernos creer.
-No, por desgracia no lo es. No
conviene que olvidemos nuestra propia historia -dije yo-. Y cuando
digo nuestra propia historia, incluyo también la de Europa. No
perdamos de vista, pues, ninguna de las dos guerras mundiales. Y ya
sabemos todos a qué punto se llegó. Ante esto, los terroristas se
quedan a la altura del betún. Y no creo que fuera por falta de
alimentos.
-Si el fanatismo fuera privativo de
la miseria y de la ignorancia -dijo doña Paquita- sería
relativamente fácil de erradicar. Y, a la mejor, está ahí la
solución. Tal vez.
-¿Está usted pensando en la
educación y en los buenos alimentos?
-No sé porqué -dijo pensativa doña
Paquita- durante estos días me he acordado de un programa que vi en
la televisión. Hace mucho tiempo. Hablaban en él de varios
problemas en las cárceles. Estaba centrado dicho programa en los
presos más peligrosos. Y se decía que para mantenerlos tranquilos,
los aislaban, los alimentaban bien, y les daban algún trabajo
sencillo. Creo recordar.
-¿Y funcionaba la cosa? -preguntó
el señor Tomás.
-Pues a decir verdad -respondió la
señora- no lo recuerdo. No lo sé. Es posible que sí. ¿A ustedes
que les parece?
-Pues no sé -dije yo-. Así a
primera vista puede parecer una frivolidad relacionar el fanatismo
con el hambre, o con estar bien o mal alimentado. ¿Usted cree que
los inquisidores, en la iglesia católica, estaban faltos de
proteínas? ¿Lo estaban los nazis?
-Me parece que no -dijo el señor
Tomás.
-Entonces está claro que por ahí
no vamos a ninguna parte. Y no sé, francamente, por dónde comenzar
a analizarlo. Y conste que me gustaría llegar a algún tipo de
conclusión o conocimiento.
-Difícil lo pone -reconoció doña
Paquita.
-Yo creo -intervino el señor Tomás-
que las religiones tienen mucho que ver en el asunto...
-No estoy de acuerdo con eso. Sí,
parece que hay un cierto fanatismo que siempre está ligado a las
creencias de ultratumba. Pero ¿usted cree que el fanatismo lo
origina la religión, o que esta es una excusa para atacar al vecino?
-Yo creo -replicó el señor Tomás-
que la religión tiene mucho que ver en esto.
-Sí, algo de razón tiene -concedió
doña Paquita-. Pero no es menos cierto que de no haber religión, el
hombre mataría a su semejante por otras cosas. Ya se las inventaría.
-Ya están inventadas: por el color
del pelo, por ejemplo -dije yo-. Por tener la nariz de esta forma o
de la otra, por el color de la piel, o por hablar una lengua
distinta, o no querer que su lengua sea la misma que la del vecino, o
tener un trapo que está teñido de forma distinta al de los de la
otra orilla. Por trapo entiendo una bandera, pues no es otra cosa.
-No diga eso de las banderas -se
quejó doña Paquita-. A veces las actitudes irreverentes conducen al
fanatismo.
-Sí, la falta del sentido del
humor, la incapacidad de reírse de uno mismo, también conlleva
muchas desgracias. No por eso una bandera deja de ser trapo teñido
por hombres e izado por hombres.
-Mire -me explicó- lo que yo
pretendo decir es, como quería Azorín, que se puede criticar todo
sin ofender a nadie. Y aquí tenemos mucha afición a la ofensa, a la
sal gruesa.
-Y hay gente que se siente ofendida
por un quítame allá esas pajas. Hay que aprender a distanciarse un
poco de las cosas. ¿Por qué no nos podemos reír de Cristo o de
Buda o de Mahoma? ¿Y quién es nadie para interpretar cómo se han
tomado ellos la broma? ¿O es que acaso nunca se rieron?
-Esto -me sonrió doña Paquita-
empieza a recordarme cierto libro. Que, por cierto, ha sido llevado
al cine.
-Verba
vana ad risui apta non loqui -le
solté devolviéndole le sonrisa-. Sí, tiene razón. Hay gente que
considera que la risa es obra del diablo: no hay que decir palabras
que induzcan a ella. Como debe silenciarse el pensamiento que no es
similar al del poder. Tal como sucede en la novela de Umberto Eco.
-Es decir -dijo el señor Tomás-
que para usted el fanatismo es una forma de dominación.
-Evidentemente.
-Yo creo que el fanatismo se genera
-nos ilustró doña Paquita- cuando una persona no está nada segura
de aquello en lo que cree o dice creer. Entonces, para reafirmarse,
necesita del grupo, del grito y de la exterminación del otro. Así
se crea la ilusión de estar obrando bien, y estar haciéndolo por
una buena causa, que sigue sin comprender, y por eso necesita seguir
matando.
-¿Y usted cree que el nivel social
no es determinante para llegar a esa situación?
-No creo -intervine yo-. Yo creo que
hay causas más profundas. No sé decirle cuáles. Pero no deja de
llamarme la atención que estudiantes universitarios, gente con una
aparente cultura, haya participado de todo este tipo de cosas.
-Miren,
hace tiempo -dijo doña Paquita sacando un libro de su bolso- una
buena amiga me regaló este volumen. Hace muchos años. Lo leí y me
encantó. No sé ya cuántas veces lo he releído desde entonces. Y
estos días lo he vuelto a hacer. Fíjense lo que dice uno de los
personajes, histórico por otra parte: “Matar a un hombre no es
defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos
ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a
un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro
hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe”2.
-Eso ya lo hacen los fanáticos de
ahora: no sólo matan sino que se inmolan ellos. Tal vez para no
tener que soportar el peso de lo que han hecho.
-¿Y de verdad están convencidos
-preguntó el señor Tomás estupefacto- de ganar el Paraíso o la
gloria bendita, o como quieran llamarlo, eliminando al vecino, al que
no piensa igual, haciendo esas barbaridades?
-Es posible -dijo doña Paquita-.
Aunque probablemente eso sea lo menos importante. No olvide que
también hay fanatismo en el fútbol; y que algunos de esos
aficionados, matando a los otros, no creo que estén pensando en el
cielo ni en ningún dios. Es la estupidez y la barbarie en grado
sumo.
-Además, la interpretación que
ellos hacen de la religión es completamente distinta a la que
podemos hacer nosotros. No olvide que aquí también hemos tenido
interpretaciones descarriadas y para todos los gustos.
-Léanse
ustedes los Episodios
nacionales de
don Benito Pérez Galdós -nos recomendó doña Paquita, quien, tal
vez ingenuamente, siempre veía la solución en los libros.
-Pero no olvide que a este señor
también lo estigmatizaron.
-¿Y por qué? ¿No era por decir lo
que pensaba? ¿Por poner el dedo en la llaga? El clero español del
siglo XIX era un clero muy mal preparado...
-Era una España de miseria. Yo he
tenido muchos camaradas -contó el señor Tomás- que pasaron por
seminarios. Y le hablo del siglo XX. No porque tuvieran vocación
sino porque era la única forma de poder estudiar, de tener unos
rudimentos.
-Entonces eso -dijo doña Paquita-
es para estar agradecidos a la Iglesia.
-Sí, si la Iglesia lo hubiera
sabido aprovechar...
-Mire, la Iglesia, como toda gran
organización, se parece a una gran superficie: igual puede encontrar
un destornillador del catorce que el último teléfono móvil o el
último artefacto electrónico.
-Sí,
tiene razón -reconoció doña Paquita- en la novela de Eco eso queda
muy claro. Y también en las de Pérez Galdós. Frente a esos frailes
guerreros, el cura Merino y demás, surgen otros dedicados a su
tarea, al amor al prójimo. O surge, aunque esté fuera de los
Episodios,
el
padre Nazarín. Y entonces es él quien tiene que sufrir las burlas
del resto del mundo.
-A veces este mundo -dije yo- es una
cloaca inmunda. Será por eso que cada vez me gusta más lo soledad.
-Sí; pero así no solucionamos
nada. Ni nada hemos solucionado ahora.
-Ni lo solucionaremos. Mire, cuando
yo era joven me dio por la filosofía. Comencé leyendo a Platón. Y
no había cosa que me diera más rabia que, en sus diálogos, jamás
llegara a ninguna conclusión. Me leía páginas y páginas, y me
quedaba sin saber, por ejemplo, qué es la belleza, o la sabiduría.
-Porque según creo -explicó doña
Paquita- en el fondo, la enseñanza no era esa.
-Sí, la enseñanza es que nadie
sabe nada de nada. Y nosotros, menos.
-Todo eso está muy bien -dijo un
tanto enfadado el señor Tomás- pero tenemos que legislar, tenemos
que preservar la sociedad de este tipo de cosas, de la barbarie; y no
podemos permitir que nadie vaya por ahí matando a quien no piensa
como él.
-¿Y qué podemos hacer para
evitarlo? Y no me hable de manifestaciones. Estoy hasta la coronilla
de ellas. Se parecen a las procesiones medievales en las que se pedía
lluvia. Y la lluvia nunca llegaba. ¿Conocen la historia de
Prisciliano de Ávila?
-Déjese ahora de priscilianos y de
ávilas -dijo enérgico el señor Tomás-. ¿No les parece a ustedes
que una buena educación podría erradicar el fanatismo?
-Creo que no. ¿Y qué entiende
usted por una buena educación? Yo hace años que dejé de creer en
el poder curativo de la educación. Tal vez desde que descubrí que
es un instrumento ideológico en manos del poder. Y que la utiliza
sin ningún rubor.
-¡Ay! -exclamó doña Paquita- no
sea usted tan reduccionista. Vale, tiene una parte de razón. Pero
usted sabe que no todo es así. Hay buenos profesores y mejores
alumnos...
-Efectivamente, todo es variado y
multiforme. Y no hay nada por lo que valga la pena ni morir ni matar.
-Eso es muy fácil de decir -volvió
a la carga el señor Tomás- pero si a usted le violaran y le mataran
a una hija, ya veríamos cómo reaccionaba.
-Pues a lo mejor me pegaba un tiro
yo para no tener que soportar tanta bestialidad. ¿Qué quiere que le
diga? Para mí esto no tiene solución.
-Mañana
-intervino doña Paquita intentando calmarnos- les pasaré un libro
de Manuel Chaves, El
maestro Juan Martínez, que estaba allí. No
dejen de leérselo. Y ya me dirán. Chaves fue un periodista al que
la derecha quería fusilar y al que la izquierda lo veía fusilable.
-Yo ya se lo digo -el señor Tomás
no hizo caso a las palabras de nuestra dama-: no comparto su
derrotismo. Y algo hay que hacer. Leyes, educación; no sé; pero
algo.
-Tiene usted razón -le reconocí-.
El problema es que yo estoy cansado, muy cansado. Y no tengo más que
ganas de estar aquí con ustedes, o en mi habitación leyendo o
recordando viejas historias.
-No hemos llegado a ninguna
conclusión -dijo enfadado el señor Tomás.
-¿Y qué esperaba usted? -le
preguntó doña Paquita- ¿Qué esperaba usted? No somos un comité
de sabios -dijo con cierta ironía.
-¿Quiere una conclusión? Me
parecen ridículos todos los presidentes de las distintas naciones
cogidos del brazo y recorriendo las calles de París. Se manifiestan
por unas personas muertas a tiros cuando ellos están recortando y
dejando la sanidad y la educación hechas unos zorros, cuando hay
gente que está muriendo por no tener un medicamento en tanto ellos
gastan millones y millones en asambleas, viajes y memeces; cuando hay
gente sin trabajo. Y cuando dictan leyes en contra de un derecho tan
fundamental como el de la manifestación y expresión, que, mira por
dónde, va y lo ejercen ellos. Es todo de una desfachatez increíble.
Ya no sé quiénes son peores si los de arriba o los de abajo. Y si
quiere tener las cosas más claras -dije un tanto enfadado- apúntese
a un partido político o ponga la televisión y vea cualquier
programa de debate. Siempre salen tres o cuatro periodistillos y dos
o tres politiquitos que lo saben todo y que para todo tienen remedio
y respuesta. Yo no le puedo decir más.
-No
nos enfademos, seamos tolerantes -dijo doña Paquita alargándome
unas monedas para que fuera a por tres cafés. No le tocaba pagar a
ella, así que no se las cogí.
1Los
dos abismos entre los cuales se encuentra suspendido el hombre no
son los que estremecían a Pascal, sino estos: instinto e
inteligencia. Y el supremo dolor del hombre es constatar que en
definitiva el primero gana siempre.
2Stefan
Zweig, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia.
Barcelona, 2001. Traducción de
Berta Vías Mahou, pg. 196