¿Por qué escribir? Esta es la
pregunta que todo escritor, algunas vez se hace.
Y la escritura tiene eso, eso
de artificioso en la vida de cualquier persona, más cercano al simulacro y a la
parodia. Ser lo que no se es, para finalmente, ser lo que se es.
Escribir resulta una tarea mágica y
romántica al inicio, pero. Pero cuando el sujeto decide dedicarse a escribir en
forma sistemática y disciplinada; cuando el sujeto decide dedicarle más tiempo
que el que le dedica a la televisión; cuando decide entregarle horas del día a
narrar historia (que al inicio no entiende de dónde salen); cuando el sujeto
decide todo eso, ahí y sólo ahí, se inicia el camino, la carrera para
convertirse en escritor.
Augusto Monterroso escribió alguna
vez que “los caminos que conducen a la literatura pueden ser cortos y directos
o largos y tortuosos. El deseo de seguir en ellos sin que necesariamente lo
lleven a ninguna sitio seguro, es lo que convertirá al niño en escritor”. Y es
justamente eso, seguir en algo que no necesariamente lo llevará a un sitio
seguro. Comenzar todo como un juego hasta que ese juego se vuelve serio, no
grave, pero serio, porque lo que comienza realmente a escribir el autor, es su
vida y sus fantasmas. Poco a poco se convence, se ve, se siente y se cree
escritor.
Ese tránsito que sufre la persona
que decide escribir, es el camino que hace cualquiera que decide ejercer un
oficio, con la única diferencia, que acá sólo se está solo, frente a la página
en blanco, lleno de miedo y temores, de dudas e inseguridades, hasta que, hasta
que comenzamos a escribir, a esbozar las primeras palabras de la historia. Y lo
dicen los mismo escritores que ya han comenzado a escribir, antes que uno, lo
dicen: “Hazlo. Trabaja duro en ellos. Pero hazlo”, dice Tobías Wolff, escritor
norteamericano. El poeta Gabriel Preil dice que la primera línea de un poema es
un halcón que no deja escapar a su presa.
Y si escribir realmente es exorcizar
a nuestros demonios, y si, cada vez que yo escribo, salen, de algo así como una
caja de pandora, todo aquello que no puedo o quiero ver. Y si esto es así,
estamos en problemas, porque la escritura deja de ser un simple entretenimiento
banal y juguetón, algo que puedo hacer cuando no tengo nada que hacer, y se
convierte en la cuerda que como funámbulos cruzamos cada vez que comenzamos a
escribir. Una novela, decía Faulkner es la vida secreta de un escritor, el
oscuro hermano gemelo de un hombre.
Y el mismo Hemingway escribió en
alguna parte, que para comprometerse en la literatura, uno tiene primero que
comprometerse en la vida.
El escritor siempre está escribiendo
dice Rosa Montero en su libro La loca de
la casa, también dice que leer, es otra forma de escribir.
Escritura y lectura. Dos acciones
que están más cerca de lo que creemos y, lo digo porque por obvio que resulte,
no es evidente, solamente cuando las confrontamos, cuando tensionamos la
relación escritor/lector.
El lector, sabe o debiera saber, que
la historia de un cuento no tiene que ver con el escritor, sino que con la
lectura que el propio lector hace de ella, a través de su propia vida. Y el
escritor, sabe o debiera saber, que la historia que narra no tiene que ver con
el lector, sino que con él, con sus fantasmas y su propia historia. Entonces, el
cuento o la novela propiamente tal, serán ese espacio vacío, casi neutro que
queda entre el lector y el autor; esa relación inocua y aséptica que se da
entre el lector y el narrador. Eso es el cuento, así es la novela, que se
pervierten cuando llegan a las manos del lector, quien a su vez, subvierte todo
orden pensado por su creador, destruye la idea y el centro mismo de la
historia, interpretando, azarosa y arbitrariamente lo que el escritor, alguna
vez, quiso decir.
El lector lee para destruir la obra
de su creador. Y la interpretación no es estándar, masiva ni popular, sino, que
es única y original. Hace mucho, Barthes habló de la muerte del autor y de sus
implicancia, tensionando a su vez, el rol que le compete al autor en una obra
artística. En occidente el autor es importante, en oriente, el autor no existe.
Todo lector lee con las herramientas
de interpretación con las que cuenta.
Pero qué nos interesa a nosotros los
lectores. Nos interesa que el escritor sea el mejor ventrílocuo, que sea capaz
de hacer hablar a los personajes sin que su voz interfiera en ellos. Que pueda
modelar, construir y reconstruir espacios, escenarios y personajes que nos
identifiquen; que puedan armar un refugio o, que simplemente nos muestren otro
punto de vista, de este viaje que es la vida.
Me gusta la idea de refugio, de
casa, de hogar. Leer es llegar al hogar.
¿Y los escritores que esperan de los
lectores?
Goethe escribió una vez que “existen
tres clases de lectores: uno, que disfruta sin juzgar; un tercero, que juzga sin
disfrutar; otro, en medio, que juzga mientras disfruta y disfruta mientras
juzga…”. Ese es el lector que los escritores esperan.
Los escritores esperan al lector
ideal. Aquél, como dice Alberto Manguel, que desea llegar al final del libro y
al mismo tiempo saber que el libro nunca se va a acabar. Los lectores ideales
no reconstruyen una historia: la recrean. Los lectores ideales —prosigue
Manguel—, no siguen una historia: toman partido en ella.
El escritor busca la verdad, su
propia verdad; el lector busca sentidos, refugios, certezas, busca la verdad,
su verdad, el lector, se busca.
Búsqueda incansable, búsqueda
insensata.
Y cuando cree que la encontraron,
cuando cree estar al final del camino, junto al abismo, justo ahí, al borde, el
escritor y el lector, se enfrentarán a lo mismo, a la verdad más aterradora, a
la realidad, a la verdad de la existencia: “Ningún hombre sabe quién es, ningún
hombre es alguien”.
Entonces y sólo entonces: leer para
encontrarse, escribir para perderse. El juego eterno, el artilugio inconducente
de la existencia.