. A la inversa, el paciente que mejora rápido es el que, tomando
conciencia de su enfermedad, atiende a las indicaciones del médico.
Algo de esa soberbia cerrazón invade
al mundo occidental. Pensamos ir a puerto seguro, pero los signos de los
tiempos pintan para café oscuro.
Vivir de ilusiones conduce a
decisiones erráticas. Aunque uno crea, como el enfermo testarudo, que son los
demás los que necesitan de un médico.
La falta de un sentido de
autocrítica es uno de los errores o enfermedades de nuestro tiempo. Es una
suerte de arrogancia que carcome el alma, nos hace sentir justos y nos envuelve
en un halo de fantasiosa dignidad, lo que no es otra cosa que cartulina para
disfrazar nuestras flaquezas. Esta incapacidad de ver nuestras incorrecciones
sólo logra apartarnos de la verdad.
Se dice que en el célebre barco Titanic
colgaba un cartel en todos sus puentes con la leyenda: “Este barco no lo hunde
ni Dios”. De ahí la temeraria irresponsabilidad de su constructor, quien creía
que con limitado número de botes salvavidas sortearían una tragedia que no se
presentaría nunca. Fue la arrogancia lo que hundió ese maravilloso barco.
La soberbia nos ciega al amor y nos
impide reconocer nuestras faltas, hasta que los tropiezos resultan fatales. El
reconocimiento de las faltas no empequeñece, dignifica; regala sentido de
realidad, de la propia pequeñez, una ayuda fundamental para salir del pantano
de los errores. La franqueza ante la propia realidad no es limitación: es puro
y sano realismo. Es un “sincerarse” ante la existencia para, desde el propio
yo, abordar al otro y la realidad.
Roger Schutz, fundador de la
comunidad de Taizé, decía: “El que se reconcilia consigo mismo y con los demás
descubre que hay un antes y un después. Hay un antes para quien, herido por
demasiadas humillaciones, piensa: yo no consigo perdonar y reconciliarme. Y,
cuando llega a una reconciliación, busca más comprender que convencer por medio
de argumentos. Hay un después cuando, habiéndose reconciliado, experimenta un
nuevo nacimiento”.
El pontificado de Francisco ha
resultado brillante no porque abordó los logros de la Iglesia. Pudo hacerlo. Ha
resultado fecundo porque tomó el toro por las astas y afrontó sus miserias; puso
el ojo en sus límites antes que en su vasta experiencia y sabiduría. El
hundimiento del Titanic nos enseñó que la soberbia conduce en forma
irremediable al fracaso. Lo mismo las falsas seguridades, el no reconocer las
propias debilidades. Hay que poner ojo a los botes que coloca la misericordia
de Dios en la barca de la vida. No es el temor al naufragio lo que nos mantiene
vivos. Sino la conciencia de finitud y dependencia.Hugo Tagletwitter: @hugotagle