La velocidad es el espacio partido por el tiempo. O quizá
no. La luz es en apariencia lo más veloz que conocemos, y gracias a ella
podemos ver al menos una realidad de las muchas que puede haber en este mundo.
Los artistas han
conseguido desde hace siglos modelar el tiempo y el espacio para mostrar el
resultado en esculturas, pinturas, música y otras obras arquitectónicas o
literarias. Es en esta rama en la que, a mi parecer, los poetas mejor han
sabido descubrir la esencia de la realidad del mundo conocido y no conocido.
Más allá de ese logro, resulta llamativo que un libro de
poesía se presente esencialmente como un proyecto de explicación de la
velocidad y sus parámetros definitorios (espacio y tiempo). Sin ser el objetivo
primordial, González Montero nos ha descubierto que lo que los sentimientos
poéticos pueden ser modulados en términos de espacio y tiempo. La sensación que
produce la lectura de la realidad poética de este autor, viene a confirmar que
su literatura tiene densidad, otro concepto que podría muy bien abordar en un
futuro libro, como también ocurre con otros conceptos (se me ocurre ahora uno
muy carnal: la propia química producida por la reacción de nuestro cuerpo ante
la vibración de una palabra, un recuerdo o una expectativa no cumplida).
Paso a paso, Marino G. Montero redunda en el placer de la
lentitud para llevarnos por la definición clásica de la velocidad, a su ritmo,
más allá del hecho de que algunos pensemos que tarde o temprano conseguirá
redescubrir en otros poetas que el amor, la desesperanza, el dolor, la inocencia,
la pureza, etc., son factores de ecuaciones desconocidas para ellos.
La serendipia tuvo su momento de gloria en este libro en la
presentación escenificada llevada a cabo en el Palacio de la Isla, en Cáceres (España), al
dar nombre a un poemario científico (físico, más bien), cuajado de instantes de
olvido, pero también de memoria y acento clásico hispano, que deslumbra no sólo
por la lectura sino por el sonido en boca de un declamador como Jesús Manchón.
Una satisfacción para los elegidos que allí disfrutamos del
concierto apalabrado del lenguaje derretido por la velocidad de la luz y la
atracción gravitatoria del escenario adornado por un reloj: una parte
pragmática del tiempo que siempre se nos escapa, a pesar de todo. También a
pesar de todo, gracias al poeta y al actor acompañante, los allí presentes asistimos
al acto mágico de mirar un instante aquietado: la incógnita participada del
espacio a través del tiempo y la velocidad.