Según el Diccionario de la Real
Academia Española, casual es aquello que no se puede prever ni
evitar. La segunda parte de la acepción es la divertida, y la que le
da sabor a la vida, pues como quien más y quien menos no puede
evitar ir al trabajo, aunque sí prever, aunque se esté muriendo,
que no va a faltar al mismo, su vida se transforma en una
semicasualidad. Y tal vez tenga razón el Diccionario: casi todo en
esta vida es casual, o lo parece. Al fin y al cabo ¿quién puede
prever o evitar lo que le va a suceder a lo largo de las veinticuatro
horas que tiene el día? Dicho de otra forma, ¿existe en verdad el
libre albedrío? Un viejo amigo, con el que estuve hablando en el
hispital, me dijo que no, que no existía. De joven, me contó,
cuando estaba estudiando quinto o sexto de bachillerato, una mañana
de primavera le entraron unas ganas enormes, camino del instituto, de
irse a la playa. No lo hizo, pues tenía un examen; ni tampoco fue a
la mañana siguiente, dado que no se podía perder ninguna clase, si
deseaba seguir estudiando: dependía de las becas. Y el domingo, su
día libre, no le apeteció acercarse a la orilla del mar, llena de
gente, de niños, de abuelas y de cuerpos semidesnudos transportando
un único y triste mensaje.
Mi amigo me contó aquella decisión,
nada casual, sin el añadido de ninguna reflexión filosófica, ni
ningún lamento de ningún tipo. Vino a decir, sentado en la butaca
de un hospital, que las cosas son como son, y que no hay más; que lo
mejor que puede hacer el hombre es aceptarlas. No se puede incidir en
el pasado; pero sí en el presente. Eso dijo mi amigo. Por supuesto
que, dadas las circunstancias, mi amigo estaba bastante grave, no
quise llevarle la contraria: no valía la pena. Ahora bien, yo soy de
los que piensan que sí se puede incidir en el pasado. Este, en
realidad, no existe: todo cuanto poseemos de él son recuerdos; y los
recuerdos, como todo, van variando, los vamos modificando conforme
vamos viviendo y alejándonos de ellos. He conocido a personas que le
han dado la vuelta a su vida, se la han reinventado con la finalidad,
consciente o inconsciente, de justificar lo que estaban haciendo en
el momento actual. No, no estaban locas esas personas: todo en ellas
era coherente. Hasta la saciedad. A veces es muy curioso observar
cómo actúa la mente humana, con una lógica tan aplastante que lo
casual queda en el fondo del mar.
Me
contó mi amigo, en aquella larga mañana, que siempre le habían
hecho gracia esas personas que piensan que no existe la casualidad.
Todo sucede, según ellos, porque tiene que suceder, porque hay una
lógica interna que así lo determina. Tal afirmación es, como
mínimo, para meditarla, pues no deja al hombre en muy buen lugar,
salvo que consideremos que es el mismo hombre quien va buscando lo
que, tarde o temprano, hallará. De ahí la famosa frase de Goethe,
creo recordar, de cuidado
con lo que deseas de joven porque lo alcanzarás de mayor. ¿Es
cierto esta afirmación o velada amenaza de Goethe? Yo creo que no;
pero no debemos olvidar que cada uno habla de la feria según le ha
ido en ella.
La
conversación con mi difunto amigo, sic
tibi terra levis, me
hizo recordar mi ingenuidad de joven estudiante: aceptaba como una
verdad indiscutible todo cuanto decían mis profesores y los libros.
Todo era de una lógica implacable. No tenía ninguna capacidad
crítica ante ellos. Hasta que un día un compañero, en una clase de
historia, dio una versión del Cid que nada tenía que ver con la que
yo había recibido, leído y estudiado. Me impactó lo que dijo mi
compañero, así que, al terminar la clase, me fui a hablar con él.
Surgió de ahí un conato de amistad. Me costó aceptar algunas de
las afirmaciones de este chico, a otras ni les presté atención;
pero ambas me hicieron ver que las cosas, como mínimo, aceptaban dos
o tres interpretaciones más o menos srias y coherentes. Y que, en el
fondo, pocos sabían quién había sido el Cid: los siglos, los
historiadores, las visiones intersadas, la ignorancia y la
literatura, habían arrojado sobre él capas y capas de polvo, de
interpretaciones, justificaciones, ataques y alabanzas. Habría que
hacer una seria labor arqueológica para llegar, si es posible, a
saber quién fue en realidad Rodrigo Díaz de Vivar. No es cuestión
fácil ni baladí. Y eso que no dejó nada escrito.
Volviendo
al principio, pues, y tal vez porque siempre me ha faltado el sentido
crítico que han tenido algunos de mis amigos, sigo creyendo que sí
que existe la casualidad. Cuando tras aquellas conversaciones sobre
el Cid, comencé a dudar de todo, lo hice también sobre dos de los
personajes que más me atraían por aquel entonces, Platón y
Sócrates, o al revés. También, cómo no, fueron duramente
criticados por mi amigo el anti cidiano. Para él esta pareja de
filósofos eran un dúo de fascistas, defensores de la aristocracia y
enemigos acérrimos de la democracia. En ningún momento nos
planteamos qué era, o en qué consistía, una forma de gobierno y la
otra. Eran valores absolutos per
se: la
bondad, la democracia; y la maldad, la oligarquía. Hasta que un día,
deseando salvar a Sócrates de los fieros ataques de aquel chico,
comencé a criticar a la democracia. Pude experimentar entonces cómo
una duda, o una idea, podía generar una visión, mía en este caso,
totalmente distorsionada de mí. Mi compañero de discusiones, ante
mi ataque a la democracia, me acusó de fascista, cómo no, y de
burgués y de no sé cuántas cosas más por sostener yo que, en
realidad, la democracia ni existía ni había existido jamás: no
dejaba de ser una entelequia con la cual se había engañado a la
gente durante siglos y siglos. Aquello me costó una fuerte
discusión, y el fin de un principio de amistad. Fui yo quien
escribió el epitafio: no se puede llamar democrático a un régimen,
le dije, que se sustenta sobre la esclavitud. Y aquel chico, cosas de
la edad, jamás volvió a dirigirme la palabra. Ha habido guerras por
motivos más injustificados.
Los
estados sureños de Estados Unidos, en el siglo XIX, también se
definían como democráticos. Se sustentaban sobre un régimen
esclavista, pero eran demócratas, como los atenienses. Y no les
faltaba razón. Todo gobierno, al fin y al cabo, es demócrata en las
alturas. Ahora bien, no hay que dejarse llevar por la etimología,
que, a veces, también puede servir de tapadera de una realidad más
que de su explicación. Está bien saber, por ejemplo, que el cálamo
recibe su nombre del calamar, o viceversa, porque del calamar se
sacaba la tinta para escribir con el cálamo. Es interesante y
divertido, y no tiene más importancia. Ahora bien, si hablamos de
formas de gobierno, de democracia, deberíamos preguntarnos qué
significa poder, quién lo ejerce; y qué significaba
demos en
la Grecia del siglo IV o V a.C y qué significa actualmente. Cosa
curiosa, ya nadie habla del pueblo,
ahora
se habla de la ciudadanía.
Y
es aquí donde surgen todas las aclaraciones. ¿Puede ser demócrata
una sociedad en la que hay gente que sabe leer y gente analfabeta?
¿Donde hay miles de parados y personas con dos o tres cargos,
sueldos y sobresueldos? ¿Con esas enormes diferencias de salarios?
¿Y es justo que valga lo mismo -Sócrates dixit-
el voto de un filósofo que el de un zapatero viciado por el fútbol?
Las preguntas se pueden multiplicar. Y el problema es de difícil
solución.
Se
cuenta que, durante su juicio, cuando se iba a votar su ostracismo,
un campesino analfabeto le pidió a Arístides que escribiera su
propio nombre en el óstrakon.
Al
preguntarle Arístides si lo conocía, ya que votaba en contra suya,
el campesino le respondió que no. Y que deseaba el ostracismo del
tal Arístides porque estaba harto de que todo el mundo alabara la
virtud del dicho señor1.
Esto sucedió durante la democracia.
Me consta que un acérrimo
partidario de la democracia, sin entrar en más detalles, podría
contar infinidad de anécdotas, hechos e historias, que ilustraran
todo lo contrario de lo dicho sobre Arístides. Al fin y al cabo la
Antigüedad, la Historia, como la Biblia, se ha convertido en un gran
almacén donde cada uno de nosotros puede hallar lo que busca, tal
vez porque siempre se encuentra aquello que ya se tiene.
De
vez en cuando, no obstante, aparecen libros, estudios, ensayos y
aportaciones que tratan de poner las cosas en su lugar. Dar con
ellos, a veces, es cuestión de suerte, o de casualidad. No hace
mucho apareció un nuevo libro del profesor Luciano Canfora El
mundo de Atenas, en
el que se vuelve, entre otras cosas, sobre la democracia en Grecia.
Es un libro denso y complicado de leer. Pero los dioses, sabido es,
no conceden nada sin esfuerzo.
Aplicando
algunas sensaciones, despertadas durante su lectura, no hace falta
ser un genio para comprender que la democracia siempre ha sido una
falacia, y más que nunca en el mundo actual. Salvo que redefinamos
lo que entendemos por esa forma de gobierno que, durante cuatro años
al menos, se convierte en un gobierno déspota: amparado por los
votos que ha obtenido el partido ganador de las elecciones se cree ya
en el derecho de hacer cuanto le viene en gana, pues para eso le han
votado sus seguidores, y algunos más. La falacia está servida. Y a
esa falacia seguirá otra: por muchas personas que se manifiesten por
la calle, siempre hay más que permanecen en sus casas... ¿Qué
pasaría si, por casualidad, dejáramos de ir a votar todos? Sócrates
también se retiró de una votación que consideraba injusta. Y aquí
ya no se trata de justicia o de injusticia sino de que todo da lo
mismo: el país, quizás casualmente, se ha convertido en un país de
pandereta: los juces son juzgados en tanto que los ladrones siguen en
la calle, hay imputados ocupando cargos políticos, evasiones
fiscales impunes... para qué seguir. Además, es todo tan predecible
que, desde luego, no va a ser casual nada de cuanto acontezca a no
tardar mucho: o se acaba con la crisis, y se termina con tanto
privilegio y ladrón, o acabaremos oyendo cantos y alabanzas a las
lanzas bipotentes, a aquellas que enfrentaron a Eteocles con
Polínices. Y otra vez Antígona llorando sobre el insepulto cuerpo
de su querido y dulce hermano... Quo
usque tandem Catilina abutere patientia nostra? El
nombre de Catilina puede ser sustituído por el que ustedes quieran:
por desgracia casi todos encajan. Tal vez se deba a una mera
casualidad. O a que buscamos en el pasado más justificaciones que
verdaderos conocimientos. Me pregunto si fue casual tropezarme con el
libro del profesor Canfora. Al fin y al cabo aquella mañana de
primavera ni tenía previsto ir a ninguna librería; pero no lo pude
evitar. El destino.
1Plutarco,
Vidas paralelas, IV Arístides-Catón, Editorial
Gredos, Madrid, 2007. Traducción de Juan M. Guzmán Hermida y de
Óscar Martínez García.