El diseño organizacional y la gestión de los sistemas humanos,
desde su concepción en la Era Industrial, han tenido un principio mecanicista
basado en la eficiencia de los procesos, pero aislados de la dinámica de su
contexto. Este diseño autorreferencial, que generó el gran desarrollo de la
industrialización, en este siglo XXI, en la actualidad está colapsando por tres
factores: a) por los conflictos en su funcionamiento, b) por las dificultades
en la capacidad de respuesta, y c) por la imposibilidad de sustentabilidad de
los modelos de gestión. En el primer caso, el diseño mecanicista es un diseño
rígido que resulta conflictivo para la naturaleza de los sistemas humanos:
abiertos, dinámicos y paradojales. La dinámica de las máquinas no se
corresponde con la dinámica de los procesos humanos y esto genera profundos
conflictos en el desempeño. En segundo lugar, en este contexto de volatilidad
creciente el diseño rígido de las máquinas no tiene capacidad de respuesta
frente a velocidad de los cambios del entorno. La rigidez autorreferencial no
garantiza respuestas adecuadas, lo cual profundiza las dificultades de funcionamiento y desempeño. Y por último: los modelos clásicos
están pensados para “ganar o ganar”,
no están pensados para “desarrollar las
potencialidades” del sistema en todas sus dimensiones. Este principio de
sometimiento define las decisiones y los movimientos que se focalizan en la
exclusión de actores (del mercado o la comunidad) y la explotación de recursos
del entorno en base a un beneficio exclusivo.
La
brecha emocional de las organizaciones
En la actualidad, estos tres factores de colapso generan una
profunda brecha de desempeño entre la volatilidad del mundo con su vorágine de
cambios inéditos e imprevistos y la capacidad estructural de las organizaciones
para responder y actuar en este contexto de transformación. Los modelos
organizacionales colapsan por una “brecha emocional” que aparece como
consecuencia de personas que trabajan bajo la presión de cumplir con los resultados de un proceso que no se corresponde con su dinámica de
funcionamiento, que está fuera de contexto y que solo se focaliza en la
apropiación y explotación de recursos.
El costo de esta presión genera el colapso de la calidad
emocional, lo cual también tiene consecuencias en bajos rendimientos en el
desempeño y en la productividad. El resultado es un círculo vicioso de
desesperación, stress y deterioro de las condiciones laborales que agranda la
brecha emocional.
El costo de vivir
“bajo amenazas” permanentemente genera un deterioro en la calidad de vida, en
las relaciones y en el desempeño cotidiano de las personas. La sensación de
vivir bajo amenazas genera un estado emocional en las personas que reduce a la mitad la capacidad de desempeño cognitivo (cálculo, lenguaje, memoria) y las
funciones ejecutivas del cerebro (el tipo de pensamiento necesario para la
resolución de problemas). En estos casos, el problema de rendimiento no está en las habilidades de las personas,
sino en sus condiciones de vida laboral.
Si bien la vulnerabilidad emocional no es producto de la globalización,
lo que sí han generando estas décadas del nuevo siglo es la permanencia de la
inestabilidad estructural en las condiciones de vida. El entorno de vida ha
cambiado drásticamente y para muchas personas traumáticamente. Esto es lo que
ha generado una percepción personal de vulnerabilidad e inercia frente a la
sucesión de acontecimientos inéditos que vivimos. Vivimos cotidianamente en una posición defensiva sobre nuestro entorno de vida. A pesar de estar
tan avanzados tecnológicamente, emocionalmente estamos tan vulnerables como en
otras eras históricas.
La mediocridad del desempeño
¿Por qué todos nuestros esfuerzos
generan resultados contrarios? Porque hemos enfocado las características del
contexto solo en su aspecto amenazante. Bajo esa perspectiva, la capacidad
adaptativa está centrada en solamente sobrevivir. La mediocridad de las
respuestas es la naturalización de la supervivencia y está relacionada con la
inercia de los sistemas en un “modo automático” de vida.
Desde la dimensión de las
organizaciones, el modelo clásico de gestión se transforma en un modelo
mediocre cuando subsiste bajo una perspectiva excluyente de someter a los
enemigos del territorio. Bajo la perspectiva de un contexto amenazante, los
otros actores son enemigos. Por lo tanto, todos los movimientos están
destinados a sobrevivir. El modelo clásico de gestión, no está focalizado en
ampliar las posibilidades de crecimiento y desarrollo. El resultado es que
todos nuestros esfuerzos están destinados a luchar para conquistar más
territorios o refugiarnos en escalas menores de producción.
Las organizaciones están centrando sus esfuerzos en aumentar la
potencia, el tamaño y el poder para conquistar el territorio. Todas sus
inversiones están concentradas en incrementar lo físico-estructural del
sistema, aunque paradójicamente el punto de vulnerabilidad donde fracasa el
desempeño del sistema es emocional. Las organizaciones invierten dinero,
esfuerzos, tiempo y demás recursos para fortalecer la estructura física del
sistema, cuando el punto de vulnerabilidad de su desempeño es la capacidad
emocional para abordar el contexto. Por ello, los costos emocionales se
transforman en una de las variables de mayor impacto laboral que aún siguen siendo
subestimados o reducidos a problemas personales.
El capital emocional
La capacidad de respuesta de un
grupo u organización, no depende solo de su potencial físico o tecnológico, por
el contrario gran parte del desempeño depende de la capacidad emocional de las
personas. Esto lleva a repensar una simetría de inversiones que pueda
contemplar, además de las inversiones en recursos físicos, es necesario
“invertir en emociones”. Este postulado implica generar condiciones en el clima
emocional que posibilite sostener y ampliar la capacidad de respuesta del grupo
o la organización frente a un contexto que amplía la brecha de inestabilidad e
incertidumbre. Significa generar condiciones de desarrollo a las personas que
integran el sistema productivo para brindarles un espacio con perspectivas de
posibilidades. Aún cuando los integrantes de un grupo tengan
habilidades técnicas desarrolladas, lo que garantiza su desempeño es la calidad
emocional del sistema.
A lo largo de la historia
productiva, en las organizaciones siempre ha existido la preocupación por “el
capital” que sostiene las actividades y el propósito corporativo. Si bien la
preocupación ha sido la misma desde la Revolución Industrial, el concepto de
capital ha tenido ramificaciones. Partiendo desde la preocupación permanente
por el “Capital económico” o “el Capital Financiero”; hasta las nuevas
concepciones de “Capital Intelectual” (a finales de la década del noventa), o
en la actualidad con el desarrollo del concepto de “Capital social” como
responsabilidad política de toda organización en su contexto de desarrollo. En
todo este recorrido, la preocupación ausente, subestimada o solapada en todo
este tiempo es la preocupación por lo emocional. En todos los sistemas humanos
existe un capital emocional que define la dinámica del desempeño y generalmente
queda olvidado, subestimado o sojuzgado frente a la preocupación y dedicación
por las otras “versiones” del capital.
El capital emocional es la
estructura de emociones y experiencias que definen tanto el contacto entre las
personas, como la interpretación de los fenómenos de la realidad. El capital
emocional es “el telón de fondo”, sobre el que se recortan los fenómenos de la
realidad. Las emociones, definen “el color” de los hechos y le otorgan un signo
a los acontecimientos. El sistema de creencias, que aborda la interpretación de
los acontecimientos actúa conjuntamente con las emociones para generar
experiencias subjetivas sobre los acontecimientos.
En este juego de respuestas
adaptativas a las condiciones del contexto, las personas están condicionadas
por la relación entre las potencialidades de desarrollo de los espacios
productivos donde participan y el bienestar personal que generan estas actividades.
El capital emocional surge del encuentro de estas dos dimensiones de
desarrollo. En el caso específico de las organizaciones, la subestimación de lo
emocional siempre ha estado condicionada por la sobreestimación de lo
productivo como sinónimo de lo rentable. El factor de crisis emocional en las
organizaciones está centrado en que se considera “lo productivo” ligado solo a
los resultados operativos, subestimando otros procesos de creación y
materialización, donde se ponen en juego de ideas, diseños y recursos.
Todas las organizaciones tienen
emociones, esto es una cualidad intrínseca de los grupos humanos. Pero, lo que
las organizaciones no han podido desarrollar hasta el momento es un abordaje
estratégico de las emociones que les permita generar una capacidad de respuesta
adecuada de las personas y los equipos frente al contexto que están
transitando.