Hay películas que te desestabilizan, que te persiguen como un fantasma tras su último fotograma. Obras que te llegan a las entrañas, que consiguen envolverte de tal forma que, incluso, llegan a afectar a tu integridad mental. A veces, incluso física. La caza (Thomas Vinterberg, 2013) es una de esas películas. La nueva criatura del director danés es un puñetazo directo al estómago, un espectáculo absorbente que nos logra sacudir, en mayor o menor medida. Capitaneada por el que fue, junto a Lars Von Trier, el co-fundador del movimiento fílmico vanguardista Dogma 95 -corriente extinguida en 2005 cuya máxima era potenciar el realismo de las historias, huyendo de los efectos especiales o digitales-, La caza consigue afectarnos de una forma tan especial porque todos hemos reemplazado alguna vez a ese principio inviolable del Derecho de que "todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario", por el de "todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario". La película, en este sentido, habla de la indefensión humana, de la impotencia que se sufre cuando te atacan injustamente. Pero también habla de la soledad: cómo, en los momentos difíciles, pocos son los que están dispuestos a dar la cara por ti.