Sobre la mesa había varios
periódicos doblados por la mitad. Estaban bastante manoseados, cosa
que me llamó la atención, pues, por regla general, se iban de la
sala de lectura tan vírgenes como habían entrado. Picado por la
curiosidad, abrí uno de ellos. Tengo que decir que, salvo contadas
ocasiones, los periódicos me aburren. Sólo leo el encabezamiento de
las noticias; y, tal vez, algún que otro artículo, muy de tarde en
tarde. Aun así abrí el periódico con la mejor de mis intenciones.
No obstante, no pude ni comenzar a leerlo. Se presentaron en la sala
doña Paquita y don Benito con ganas de hablar, como siempre.
-A mí los periódicos -dijo doña
Paquita sentándose a mi lado- siempre me han aburrido. Opino de
ellos lo mismo que opinaba don Miguel de Unamuno del ajedrez: como
juego es excesivo, y como planteamiento filosófico, muy pobre...
Dijo eso, ¿no? -preguntó dubitativa en tanto me quitaba el
periódico de las manos y lo dejaba, plegado, sobre la mesa.
Ni don Benito ni yo supimos
contestarle. Pero me pareció una grosería no decirle nada a la
buena mujer:
-Es posible -dije- que el periodismo
no pase por uno de sus mejores momentos; pero creo que hay periódicos
que vale la pena leer, cuando lo dejan a uno, claro.
-Sí, es cierto -intervino don
Benito-. De vez en cuando aparecen buenos artículos e incluso
reportajes.
-Lo que ustedes quieran -repuso doña
Paquita sonriendo y sin hacer caso de mi indirecta- pero siempre que,
en un periódico, me encuentro con un artículo de fondo, o
divulgativo, me da la impresión de que se queda a medio camino de
todo: explica pocas cosas y apenas si profundiza en nada. Prefiero
leer un buen ensayo.
-El periódico -repuse- tiene la
limitación del espacio.
-Yo creo -intervino don Benito- que
sus limitaciones no vienen por ahí sino por la carga ideológica que
arrastra. Y porque, no lo olvidemos, el periódico es una empresa que
ha de cuidar y mimar a sus clientes.
-Sobre este asunto -dije- hay tantas
películas ya que me parece que no vamos a decir nada nuevo, o que no
esté dicho de antemano de mil formas diferentes.
-A mí me parece -dijo doña
Paquita- que el periodismo tuvo su momento de gloria, y que, pasado
este, se sobrevive. En el siglo XIX es posible que jugara un papel
muy importante como difusor de noticias y de ideas. Pero hoy en
día...
-Hoy en día ese papel lo juegan las
televisiones...
-¿Usted cree? -preguntó don
Benito-. Ya no tengo contacto con ellos; pero mis últimas
experiencias me hicieron ver que los jóvenes utilizaban más el
ordenador que la televisión. En la televisión es muy difícil, casi
imposible, encontrar algo que tenga un mínimo de calado, salvo que
eso se busque en los anuncios, algunos de los cuales ya generan tanta
polémica como las desustanciadas palabras de cualquier político de
tres al cuarto.
-¿Y usted cree que hay algo que
despierte el interés en todo lo que corre por la red?
-Es como todo: hay que seleccionar.
Aunque, sinceramente, no lo sé: no frecuento esos medios. A una
determinada edad parece que muchas cosas, casi todas, dejan de tener
interés.
-Yo sí -intervino doña Paquita con
presteza-. Yo leo los periódicos y veo la televisión, con
moderación... Y sigo aferrándome a lo dicho anteriormente: estoy
convencida de que el periodismo tuvo su momento estelar en el siglo
XIX, y que luego se ha sobrevivido. Hoy en día no se encuentran
periodista de la talla de Larra. Cualquier banalidad se transforma en
noticia, hasta los anuncios, como ha dicho usted; y ni siquiera
tenemos ironía o sarcasmo para atacar al gobierno o a los
gobernados.
-No sé contestarle a eso -dije- no
conozco el periodismo tan a fondo.
-En el siglo XIX incluso jugó un
papel social -prosiguió doña Paquita que parecía aferrada al siglo
del romanticismo-. Entonces había mucho analfabeto, y la gente
acudía a los sindicatos donde siempre había alguien leyendo
noticias y comentándolas.
-Pues hoy estamos igual que entonces
-replicó don Benito con una amplia sonrisa-. Hoy tenemos alfabetos
que no leen. Y el papel que antes jugaba el lector en el sindicato,
lo juega hoy en día la televisión y una señorita más o menos
agraciada que lee y sonríe.
-Sí, salvo que en la televisión
-puntualizó doña Paquita- apenas hay voces críticas.
-¡Por supuesto! -exclamé- ya se
han encargado los partidos políticos de hacerse con las televisiones
y de poner en sus butacones a personajes de su ralea para que canten
y alaben todas y cada una de sus actuaciones.
-Y callen y silencien sus
vergüenzas, tapujos y tejemanejes -añadió don Benito-. Pero
tampoco olvidemos, pese a todo, que nos hemos enterado de muchas de
estas cosas, de corruptelas y corrupciones, por la prensa.
-No, no lo olvido. Y a veces me
pregunto si los periódicos han aireado toda la porquería que hay
por ahí; o, en connivencia con el poder, nos dan un mendrugo para
que nos callemos y nos creamos que la república cuenta con celosos
guardianes en tanto hacen la vista gorda a infinidad de desmanes a
cambio del famoso plato de lentejas.
-No me extrañaría nada que fuera
así -asintió don Benito.
-Yo echo de menos a Larra -insistió
doña Paquita con tono melancólico.
-Yo también me he hecho esa
pregunta en más de una ocasión... Y la verdad, no me fío de los
medios de comunicación... ¿Recuerda usted cuando cerraron la
televisión valenciana? Entonces algunos periodistas de la misma se
presentaron como víctimas de un sistema político, el que les
cerraba la cadena; y comenzaron a decir todo cuanto el partido en el
poder les había mandado callar durante años y años. Pero ¿Por qué
no hablaron en su momento? ¿Por qué no denunciaron esas
manipulaciones cuando se produjeron y no muchos años después?
-Muy sencillo. Porque, entonces, de
haberlo hecho, hubieran sido despedidos. Y como ahora ya estaban
despedidos, pues de perdidos al río. Es decir, en el fondo es el
viejo problema del plato de lentejas que usted ha nombrado.
-Sí, salvo que a menudo el plato de
lentejas son coches de lujo, noches en hoteles y demás prebendas...
-Seguimos
siendo un grupo de monos bastante patético -dijo doña Paquita
sorprendiéndonos-. Cuando yo era joven -prosiguió-, Et in
Arcadia ego; yo también sé
algo de latín -explicó mirándome- trabajé en un centro privado.
Allí había un personaje, triste, al que yo bauticé con el nombre
de Petra la Sicofanta, pues todo su mérito se encerraba en denunciar
a la dirección todo aquello que ella pensaba que estaba mal y que le
iba a reportar algún beneficio. La dirección, sabiendo que era una
inútil, le daba cargos y prebendas, pues era esta una forma de
controlar al público, o de creérselo. Por supuesto a la pobre
Sicofanta no la soportaba nadie. Era una amargada. Y terminó
suicidándose. Bueno, unos dicen que se suicidó y otros que, en los
principios del alzheimer, se tomó varios frascos de pastillas, pues
nunca se acordaba de haberse tomado el medicamento y temía que
alguien la denunciara a la dirección...
-¿Está usted hablando de la prensa
amarilla?
-Eso parece.
-¿Por qué esa prensa se llama
amarilla? Siempre me ha llamado la atención el dichoso nombre.
-Será porque les duele el hígado
-dijo irónico don Benito- y tienen mala cara. Aunque ahora con la
aprobación de la nueva ley del aborto están exultantes y en vilo.
En este país siempre da la impresión de que vamos hacia atrás.
-Yo creo que más que ir hacia
atrás, es que somos un país de maestros sin haber sido discípulos.
Y somos tan buenos que hasta le corregimos la plana a Dios. Pues si
este nos dio, según dicen, el libre albedrío, de forma que
cualquier mortal puede escoger entre el bien y el mal, eso según los
políticos españoles, y la iglesia, eso -repetí- es una barbaridad:
no se puede escoger el mal, suponiendo que el aborto lo sea, sino lo
que yo considero que es el bien. Lo contrario se penaliza no con el
Infierno en un futuro más o menos lejano, sino con la cárcel aquí
y ahora.
-Y con el Infierno después. No lo
olvide.
-Tiene narices el asunto: ningún
corrupto ha entrado en la cárcel. Hasta la Fiscalía Anticorrupción
aboga por ellos y los defiende; pero una mujer que, por lo que sea,
tiene que tomar esa difícil solución, es carnaza sobre la que se
ceba la famosa justicia... somos el país del esperpento: penalizan a
una mujer que, vaya usted a saber por qué, aborta o trata de
abortar, y me dejan en libertad a los otros, que roban y estafan a su
placer, y hasta les dan la comunión. Como si esto de abortar fuera
un deporte.
-¿Saben? -preguntó doña Paquita,
que nos volvió de nuevo al siglo XIX-. A mí todo esto me recuerda
unos versos de Bécquer:
Y ella prosigue alegre su camino
feliz, risueña, impávida ¿y
por qué?
Porque no brota sangre de la
herida,
porque el muerto está en pie.
-Eso es una forma de hablar -dijo
don Benito tras los versos de Bécquer- porque muchos desahuciados y
estafados lo están pasando muy mal. Si se refiere usted a ellos. No,
no hay sangre en las estafas, salvo que se suiciden los ciudadanos
estafados. Y si recurren a eso la culpa también será de ellos, por
haber perdido la esperanza, que es lo último que se debe perder.
-Sí, efectivamente, salvo que se
suiciden no hay sangre, así que mal que bien siguen en pie. Y lo de
robar y estafar, aunque los afectados pasen hambre, es un pecado
menor comparado con el aborto o con lanzar cuatro gritos bobos en
contra de un zar en una iglesia ortodoxa.
-Depende también de quien aborte.
Porque como decíamos antes, hablando de los periódicos, si quien
aborta es la señora de uno de estos que se ha llevado infinidad de
millones...
-Esas no abortan, hombre. Esas saben
mil tejemanejes... Y si el niño sale como el papá, hay dinero
suficiente para darle la educación que necesita.
-Bueno -dije rememorando la
historia- a los pobres siempre nos quedará la roca Tarpeya.
-Lo condenarán a usted si recurre a
ella. Será usted un nuevo Herodes. Es mejor que críe a la criatura;
y, pasado el tiempo, la meta en algún partido político, que robe, y
que se mantenga de sus robos. Pero que lo haga a lo grande...Así
nadie le toserá.
-No sería mala idea que todos nos
metiéramos en diversos partidos políticos, y los reventáramos
desde dentro. Por robar y estafar ni la iglesia ni los jueces, si lo
hace a lo grande le vuelvo a decir, no le va a negar ni la comunión
ni el ser enterrado en sagrado, ni lo van a meter entre rejas.
-Sí, estos angelitos de la iglesia
parece que se han dedicado toda la vida a controlar el sexo, o a
intentarlo. Y mientras nos han ido colando todo tipo de injusticias.
Se parecen al perro de Alcibíades. Este para que lo dejaran en paz,
y nadie lo criticara, le cortó el rabo a un precioso perro que
tenía. De esta forma todo el mundo se puso a hablar del perro de
Alcibíades, y de su rabo, mientras él campaba por sus anchas.
-Un hombre inteligente.
-Imagínese lo que hubiera podido
hacer teniendo en sus manos la televisión.
-No hace falta imaginarlo -dijo doña
Paquita-, ya lo estamos viviendo aunque la distancia entre aquellas
inteligencias y estas medianías es algo más que infinita.
-Me ha gustado eso que ha dicho
-dijo don Benito levantándose e invitándonos a hacerlo, pues ya nos
llegaban los efluvios del desayuno-, eso de que la iglesia ha
prohibido el libre albedrío, o de que le corrige la plana a Dios.
-Siempre lo ha hecho -expliqué
poniéndome de pie y ayudando a doña Paquita- ¿Recuerda usted
aquello de no matarás? Pues bien, san Agustín dijo que sí, que
bien, pero que Jesús no tuvo en cuenta que hay guerras justas e
injustas.
-Y las justas son las que
emprendemos nosotros, por supuesto.
-Cráneo privilegiado.
Don Benito estalló en carcajadas. Y
me dio a entender que me había comprendido:
-¿Qué sería de este triste
corralón sin el sol? Hablando de esto, ¿saben que el otro día un
cura prohibió a sus feligreses que lloraran durante los entierros?
Doña Paquita no pudo reprimir una
breve carcajada de la que, luego, se avergonzó.
-El llanto es pagano, propio de las
plañideras -dijo-. Hay que reírse.
-Con
el permiso del Venerable Jorge. Recuerden aquello de Verba
vana aut risui apta non loqui1.
-Hagas lo que hagas, siempre está
mal. Hablemos del perro de Alcibíades.
-Hay que reformar el sistema
educativo. Y a toda la sociedad.
-Valiente perro nos está enseñando
usted.
1No
hay que decir palabras vanas que inciten a la risa. Palabras del
Venerable Jorge en la novela El nombre de la rosa, de
Umberto Eco, o en la película homónima, de
Jean-Jacques Annaud