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Suelen ser desgracias provocadas por incendios e intoxicaciones por estufas y
braseros en malas condiciones, que ¡oh casualidad!, tienen siempre la pobreza
de sus afectados como protagonista. A esta triste situación, que convierte el
invierno en una trampa mortal, hay que añadir el grave problema alimentario que
se está produciendo con niños que empiezan a tener síntomas de malnutrición, o
la ya normalizada visión de personas buscando comida en los contenedores de
basura. Asistimos impotentes al, quizá, mayor problema que tiene la sociedad
española, catalanes incluidos, de la generalización de la pobreza en nuestro país, hasta niveles nunca conocidos
desde que la democracia acabó con las grandes desigualdades del franquismo.
Esta es la realidad más fea que
tenemos encima: la de un país en el que la pobreza se va extendiendo como una
epidemia social y sanitaria, sin que los gobernantes actuales hagan nada por
remediarlo, es más, gracias a las políticas de recortes y exclusión social que
estos dirigentes están aplicando. Porque la pobreza no es una maldición divina
como la Iglesia católica y otras confesiones religiosas nos quieren hacer ver.
Ni por tanto se elimina mediante la caridad, que acaba convirtiendo la pobreza
en un mal estructural, que no tiene solución, y a los pobres en instrumentos
del poder eclesiástico para seguir aplicando su doctrina de fe, esperanza y
caridad. Fe, para que puedan soportar su mala suerte en la vida; esperanza,
para que vivan con la falsa creencia de que algún día su estrella cambiara
–quizá en el cielo: “Bienaventurados los pobres porque de ellos será el reino
de los cielos”-; y caridad, como medio de poder soportar la pobreza del día a
día, y sostener esa Iglesia de los pobres que hace que vivan tan bien sus altos
dignatarios.
Pero más allá de las causas
divinas de la pobreza, están las causas políticas. Aunque en este caso, si
echamos una mirada al binomio Iglesia y poder político, que a lo largo de la
historia ha dominado la sociedad española, habría que decir, que gracias a la
justificación divina de la pobreza, vienen las causas políticas, sustentadas en
un poder económico que sólo busca el beneficio en la explotación de los pobres.
Esto es, ni más ni menos, lo que está sucediendo en España, incluida Cataluña,
gobernada por unos dirigentes que llevan en su ADN ideológico las desigualdades
como instrumento de acumulación de la riqueza de unos pocos, los que pertenecen
a su ámbito social y económico. Porque la pobreza tiene su raíz en la
desigualdad que la sociedad del capitalismo neoliberal pretende, con el único
fin de tener mano de obra barata y mínimas o nulas regulaciones de las
condiciones de trabajo, para optimizar un beneficio que sólo irá a parar a
manos de unos pocos. Y para que esto sea factible hay que discriminar en el
proceso educativo, con el fin de mandar al mercado de trabajo ingentes
cantidades de obreros baratos y dóciles, porque no pueden acceder a la
educación en igualdad de oportunidades. Pero también es necesario que la
sanidad, los servicios sociales, la dependencia y las pensiones se deterioren,
para que, primero puedan hacer negocio con ellas, y después, cuando ya no
sirvamos para producirles beneficios, nos muramos lo antes posible. Esto,
desgraciadamente, no es una novela del realismo literario del siglo XIX; hoy,
en estas Navidades del año 2013, es una realidad que nos golpea a diario.
Hace unos años se celebró en
Valencia un Congreso sobre la pobreza en el mundo. Eran los tiempos en los que
en España estábamos todos borrachos de riqueza, y la pobreza, aunque existente
en nuestro país (ocho millones de españoles por debajo del umbral de la
pobreza) parecía cosa del Tercer Mundo. Uno de los conferenciantes dijo una
verdad demasiado incómoda: “La pobreza es una cuestión de salario”. Es una
frase lapidaria que tira por tierra muchos mitos que la justifican. Que si
siempre ha habido pobres y siempre los habrá; que si mucha gente es pobre
porque no aspira más; que si no todo el mundo puede ser igual, etc. Den ustedes
un salario justo a todo el mundo, en función de sus capacidades y
responsabilidades, y unas condiciones laborales y de seguridad dignas, y
empezaremos a hablar de reducción de la pobreza. Pero claro, entonces, los
grandes y pequeños capitalistas del mundo lo serán un poco menos, porque sus
beneficios bajarían. Incluso, si me permiten, iría más lejos. Diría que además
de salarios justos y dignas condiciones laborales, hagan Leyes que fomenten la
igualdad, protejan a los más indefensos y repartan la riqueza con justicia.
Estos son los fundamentos en los que se aposentó la democracia europea y el
estado de bienestar, que ahora el nuevo capitalismo salvaje y sus amanuenses
políticos están tratando de liquidar.
Tengo un primo que es fotógrafo
y lleva años registrando con su cámara, por todo el mundo, las desigualdades,
la violencia del poder sobre los pobres y la pobreza en general. Hace unos días
me comentaba que en una plaza de Madrid hay un señor que duerme en la calle y
todas las noches se retira a un callejón, se lava los dientes y se pone el
pijama. Es un señor que está luchando por no perder su dignidad, esa que el
sistema actual está tratando de quitarle, no perdiendo los hábitos que le
ligan, todavía, con su mundo anterior, posiblemente de clase media). Es un
ejemplo de la lucha que muchos miles de personas están librando consigo mismo
para no caer en la exclusión y la marginalidad a la que este sistema político y
económico les está abocando.
Lo peor que nos puede suceder
como sociedad es aceptar estos casos, o los de la pobreza energética, o los
dela exclusión educativa y sanitaria, como males estructurales que sólo se
pueden paliar con solidaridad o caridad. Comportamiento muy loable, para salir
del paso, que dice mucho del buen espíritu que tenemos como sociedad. Pero
tenemos que empezar a pensar como ciudadanos y exigir un cambio radical en la
política y en los políticos que nos gobiernan. No podemos permitir que las instituciones
se inhiban de sus responsabilidades, pasándole la pelota a la sociedad civil.
Lo menos que podemos hacer es que la sociedad civil se organice y cumpla el
papel que debe cumplir en una democracia: exigir políticas de igualdad,
transparencia y reparto de la riqueza. Porque la pobreza no es un mal divino,
sino un mal gobierno.