Una obra excelente de un autor del que ya se han dicho todas las excelencias. Y no por ello, es redundante destacar la pericia a pesar de la densidad, de la prosa que desarrolla el escritor uruguayo en esta novela. Ramón Budiño es su centro de atención, la base de esta obra. Un personaje atormentado por la frustración de ser el hijo de alguien con “nombre”, que le llevará a una catarsis emocional permanente, aunque aparentemente su vida no tendría por qué estar cargada de preocupaciones ya que tiene asegurado de por vida, su nivel económico y social. Pero los ricos también lloran y mucho, porque la miseria, sobre todo la humana, destruye donde quiera que esté. El amor a su padre se volatilizó y derivó en odio con el paso del tiempo. Ahora ya no es papá, sino “el viejo”, ése que le inspira tanto desprecio. La única solución que encontrará para acabar con ese sentimiento será la del asesinato. Su padre es una auténtica institución nacional en Uruguay, admirado por todos los que respiran y le rodean, ignorantes de la vileza del personaje en cuestión. Y es que Ramón le recuerda con los ojos del niño que fue, los que le vieron maltratando a su madre, los que después conocieron sus oscuros negocios, los que le hacen sentir tan inferior como cuando era pequeño, porque su padre parece empeñado en denigrarle a la menor ocasión. La vida de Ramón Budiño es una frustración tras otra, envuelta en una miseria personal que no podrá superar. Enamorado de la mujer de su hermano, Dolores (hasta el nombre parece colocado con intención), casado en un matrimonio que no le motiva, rodeado de mujeres con las que tiene aventuras que pasan de largo, Ramón es un sufridor de su propia vida, una persona atrapada en sí misma. Sobre todo porque Dolores -aunque llega a tenerla en su cama-, le confiesa que no está enamorada de él. Ramón vive así en el desasosiego del amor, ése que tiene ida pero no vuelta: “y para estar total, completa, absolutamente enamorado, hay que tener plena consciencia de que uno también es querido, que uno también inspira amor”. Este panorama es moldeado por el antojo de la bella prosa de Benedetti, que tan bien sabe utilizar palabras, jugando con densos monólogos en ocasiones y con interesantes diálogos en otras. Todo lo que toca la pluma de Benedetti son piezas para jugar con intensidad, arriesgándose a veces, a que el lector pierda el hilo. La lectura de “Gracias por el fuego” no es ni mucho menos ligera. Hay que dedicar la concentración que merecen todas y cada una de sus frases.