Aquella mañana, cuando salí de la
habitación, ya había caído una buena nevada. Me sorprendió el
frío que sentí nada más saltar, es un decir, de la confortable
cama; pero me pareció lo lógico: estábamos en invierno. De la
nieve, sin embargo, ni me acordaba, pues hacía años que no la veía
más que en el cine, en fotografías, o, en forma de copos de
algodón, en el belén que nos montaban todas las Navidades en un
rincón del comedor. Me vestí, pues, rápidamente para salir a
contemplarla. Camino de la salida de la residencia, vi a mi nuevo
amigo, don Benito, de pie ante el ventanal, contemplando el paisaje y
la nieve, que todavía seguía cayendo.
-Es un espectáculo que siempre me
ha fascinado -me dijo por todo saludo nada más sentirme a su lado.
-Sí, a mí también- le contesté-.
Los espectáculos de la naturaleza la verdad es que me encantan,
sobre todo la lluvia, la nieve y las tormentas.
-Esos fenómenos tienen algo
ancestral, ¿no cree usted? Es la única explicación que le
encuentro a la melancolía y la tristeza que me despiertan. Es como
añorar a unas personas a las que, por otra parte, no se han
conocido. Un poco extraño.
-No tanto -le dije sonriendo- si
usted se aplica las teorías de la metempsicosis. Es posible -añadí
sin dejar de sonreír- que en un pasado muy remoto nuestras almas o
psiques, como quiera llamarlas, confluyeran, con las de muchas
personas más, en las cuevas de Altamira o de Atapuerca, o vaya usted
a saber dónde. Quizás añore usted aquella confraternidad, o el
amor de la lumbre y las historias de cazadores que alguien comenzaría
a contar...
-Sí, pero aquella vida tuvo que ser
muy dura. Y la gente moría muy joven. ¿Cómo se puede añorar
semejante cosa? El hombre es un ser bastante rarito, ¿no le parece?
-Yo creo que todas las épocas han
tenido sus cosas buenas. Tal vez la de aquella fue la solidaridad y
la camaradería...
-Tal vez: el hombre ya tenía
bastantes enemigos con los bichos, el frío, la falta de alimentos y
las temperaturas como para, encima, enfrentarse los unos con los
otros. Aunque, ya puestos, como dice el refrán: de perdidos al río.
-Hombre, no, que hemos sobrevivido.
-¿Y dónde va usted de buena mañana
tan abrigado- me preguntó don Benito cambiando de tema.
-A pasear. Tengo ganas de sentir la
nieve, de pisarla y de que me caiga encima.
-Lo acompaño. Salgamos. Usted y yo
vamos a ser los peripatéticos de la nieve. Los abominables
peripatéticos de la nieve.
Nos pusimos guantes de piel y gorros
de lana. Don Benito se cogió de mi brazo izquierdo y comenzamos a
caminar. Para mí era una delicia pasear en tanto veía caer los
copos de nieve. Los sentía, también, en mi grueso gorro.
-Espero que el frío -me dijo don
Benito apretado contra mi costado izquierdo- no nos prive del placer
de la conversación.
-Soy todo oídos. Y más silencio
que hay ahora aquí es imposible de lograr.
-Cuando estábamos hablando antes de
nuestros antepasados es posible que sí, que fueran solidarios entre
ellos, allá por Altamira y por cuevas similares, porque tenían
demasiados enemigos. Y quizás el hombre no pueda vivir sin
enfrentarse con alguien; así que desaparecidos algunos de esos
enemigos, se volvió contra sus vecinos y hasta contra su familia.
-Es posible -le dije prestando poca
atención a sus palabras y mucha a la nieve.
-De ser así -replicó deteniéndose-
la cosa no ha cambiado mucho. Cuando una nación, o un gobierno, va a
la deriva, se buscan siempre enemigos, reales o ficticios, ante los
que se cohesiona, o se trata de cohesionar, al país que se va al
garete.
-¿Y lo logran? Porque por lo que yo
recuerdo -respondí echando a caminar de nuevo- todas esas aventuras
suelen terminar mal.
-Yo creo que todo ha terminado
bastante mal. Y no, por favor, no me diga que soy un pesimista o que
todo lo veo negro, aun cuando está nevando.
-No he dicho nada, señor mío.
-Sí, pero recuerde que lo llevo
cogido del brazo. Es para sentir sus más íntimos pensamientos. Y
los estoy notando.
-¡Vaya por Dios! Y yo que creí que
me lleva del brazo para que no resbale y me caiga.
-Pues confía usted en el ciego que
conduce al tuerto.
-Bueno, pues aun así pienso, sin
que sirva de precedente, que vale más ruin posesión que triste
esperanza.
-Gracias -dijo deteniéndose de
nuevo-. ¿Sabe? Cuando lo he visto acababa de llamar por teléfono a
mi hijo mayor. ¿A usted le gusta la música clásica?
-Sí, ya lo creo.
-Yo la amo con pasión. He llamado a
mi hijo para que me traiga unos discos por los que siento una
especial predilección. Hace muchos años, cuando llegué a esta
ciudad, pregunté a unos y a otros por alguna casa donde se vendieran
discos, y hubiera variedad y cantidad. Como siempre todo fueron
tentativas, búsquedas vanas; y dependientes que lo mismo podían
estar en una casa de discos que en una camisería o en una
droguería... Hasta que un día, a través del primo de un conocido
de un amigo, di con una casa que fue mi salvación. Su dueño tenía
aquel establecimiento por pura vocación. Era un entendido en música,
intérpretes, directores, versiones y demás. Siempre que podía iba
a comprar discos allí. Unas Navidades -siguió cediendo a mis deseos
de caminar, pues los pies se me estaban quedando helados- mi mujer me
dio bastante dinero para comprarles unos regalitos a los niños. Me
lo gasté todo en discos para mí. Yo creo -dijo sonriendo- que
aquello fue el principio del fin entre ella y yo.
-¡Hombre! -exclamé- es que usted
también tiene unas cosas. ¿No tenía usted dinero propio?
-No, estaba en el paro por aquel
entonces. Dependía de ella. Y ella estaba empeñada en ahorrar, no
sé para qué.
-Cosas de mujeres.
-Sí, eso será. La cuestión es que
me metí en la casa de discos. Y qué maravillas me compré.
Conciertos de cello de Elgar y Delius. Los conciertos completos para
violín de Bruch, el Kol Nidrei, los conciertos completos para
guitarra de Mauro Giuliani, y los quintetos para cuerda de Schubert.
Me gasté todo el dinero que llevaba.
-¿Y a su señora de usted -le
pregunté con humor castizo- le gustaba la música?
-No mucho -me respondió riéndose-.
De hecho ir con ella en el coche era un tormento, pues siempre me
ponía a cantantes de soflamas tocando la guitarra y los banjos. Un
horror. No me gusta ese tipo de música. Eso es para vegetarianos
musicales.
-Y usted es un carnívoro.
-Sí,
como los de Altamira. ¿Y sabe? -preguntó deteniéndose de nuevo-
Esos discos siempre los he tenido todos juntos; jamás los he
separado. Cuando mi mujer se calmó, y me dejó en paz con los niños
y las dichosos regalitos de los niños, me puse a oír el concierto
de Elgar, interpretado por Jacqueline du Pré... Me saltaron las
lágrimas, y más cuando oí, a continuación, el Sea
Pictures, también del mismo
autor... Son los discos que le he pedido a mi hijo. Los quiero oír
de nuevo.
-Oiga lo que quiera, pero caminemos,
por Dios.
Me hizo caso y se puso en movimiento
de nuevo.
-¿Se acuerda usted de toda aquella
enorme estafa que montaron los sindicatos de Andalucía hace algún
tiempo?
-Sí, creo que sí.
-Pues fue por entonces cuando me
compré esos discos. Y cuando se inició mi amistad con el dueño de
la tienda. Al principio de pie, luego sentados en cómodas butacas,
en la misma tienda, hablábamos en tanto oíamos alguna ópera o
algún cuarteto. Los dos convinimos en que la música era lo único
que nos podía salvar de aquella época en la que la corrupción, el
robo, el amiguismo y los chanchullos estaban a la orden del día.
-¿Y cuándo no? -pregunté.
-Eso mismo me dijo mi nuevo amigo.
Aunque él se remontaba a la época de Felipe II. Para él todos los
males de este país derivaban de la intransigencia de este monarca:
la persecución a los moriscos, los judaizantes y demás, creó un
país de ocultos, de hipócritas y embusteros, que tuvieron que serlo
para poder sobrevivir. Hoy la hipocresía, según él, forma parte ya
de nuestra naturaleza.
-Eso, como usted comprenderá -dije
bufando y no precisamente por el frío- es más que discutible. A mí
semejantes cosas me recuerdan a gente mayor quejándose de ser como
son por culpa de sus padres. Hay una cosa que se llama libertad. Y
esa libertad nos conduce, si lo deseamos, a escoger. Aunque, a veces,
es más cómodo dejarse llevar. Y la culpa, claro, no la tiene
nuestra indolencia sino el prójimo. Lo de siempre.
-Sí,
lo que usted quiera, pero no deja de faltarle razón a mi musicólogo.
O si quiere lo podemos estudiar desde otro punto de vista. Imagino
-prosiguió sin darme tiempo a meter baza- que estará de acuerdo
conmigo en que tantos siglos de religión católica, en este bendito
país, no han servido para nada, pues aquí quien no roba es porque
no puede. El evangelio en esta tierra tan fervientemente católica no
es No robarás, sino
quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, o
Dios me meta donde haya que yo ya me tomaré.
-Creo
-dije un tanto molesto- que toda generalización es injusta. No todo
el mundo es así.
-Porque no ha podido. Dígame usted
una instancia, un órgano, algo que en este país no esté salpicado
o lleno de corrupción. Mire, señor mío, -comenzó a explicarme- en
una época de mi vida trabajé en un instituto religioso. No se lo
puede ni imaginar: allí había en nómina almas que ya hacía años
gozaban de la compañía del Señor, o que estaban en tierras oscuras
haciendo el bien sin mirar a quien; y pobre de aquel que no creyera
que el prior era divino porque se quedaba sin pan y sin vino. Y eso
sí: los niños tenían que rezar todos los días... ¿Y qué hace la
justicia? -me preguntó cambiando de tono-. Lo de siempre: cebarse
con el pobre desgraciado y ser benevolente con el poderoso. Ya sabe:
hay instancias intocables. Y eso que estas ya no gozan de la
protección de la Santa Inquisición.
-Sí, en eso tiene razón.
-¡Claro que la tengo! Este es el
país de la alegría. Aquí nunca pasa nada. Y para remate tenemos a
los políticos legislando no para ser justos y equitativos sino para
evitarse dolores de cabeza y seguir en el poder: a fin de que la
gente no esté triste, se prohíben los duelos, las plañideras y los
entierros públicos. No existe la muerte, todo es sol y alegría. ¡Y
viva la Pepa! Y si no quiere que tenga la culpa Felipe II, que lo
podemos absolver, la tenemos nosotros, que todavía es peor.
-Tiene usted toda la razón del
mundo; pero, mire, por lo menos nieva.
-Algo es algo. Pero, criatura,
también se conforma usted con poco.
-¿Y qué le vamos a hacer? Déjeme
usted que disfrute de la nieve aunque sea durante un par de minutos.