Habitualmente
tendemos a mitificar algunos personajes o acontecimientos históricos, sobre
todo en contraposición con personajes o acontecimientos del presente. En España
tenemos multitud de ejemplos, pero uno de los más significativos es la
Constitución de 1978, y el proceso por el cual se llegó a consensuar.
Es
lógico que se celebrara (y se celebre) la promulgación y aprobación de una
Constitución con un alto grado de consenso, sobre todo si la ponemos en
contexto.
En
el contexto de nuestra historia constitucional, veníamos de una tradición de
constituciones impuestas y utilizadas como arma arrojadiza entre los distintos
sectores políticos. Cambiaba el signo político del gobierno, y cambiaba la
constitución.
En
el contexto de nuestra historia más reciente, veníamos de una dictadura de casi
cuarenta años que puso fin a la constitución más progresista que ha tenido
España (Constitución de 1931), dictadura en la que una parte de los que
consensuaron la constitución de 1978 fue perseguida, encarcelada y torturada.
Pero
del reconocimiento hemos pasado a la mitificación, casi a la sacralización de
este proceso, con la finalidad de mantener (conservar) esta constitución, por
la necesidad de las élites sociales y económicas de no permitir más avances en
derechos y libertades de los consensuados en esta constitución.
Este
proceso de mitificación de determinados hechos históricos es una de las formas
de negar a la ciudadanía su “mayoría de edad” y, en última instancia, su
capacidad de decisión. En el caso concreto de la Constitución española de 1978
el grupo encargado de su negociación y redacción es conocido como “Padres de la
Constitución” (no hubo “madres”, ese es otro debate).
Para
entender cualquier proceso histórico, primero tenemos que desmitificarlo, y
después tenemos que situarlo en su contexto histórico y político.
Es
cierto que hubo consenso en la redacción de la Constitución de 1978, pero no es
menos cierto que se desarrolló en un contexto en el que se estaba intentando
salir de una larga dictadura (todavía no se había salido, la Ley para la
Reforma Política entró en vigor el 1 de enero de 1977), y la negociación de la
constitución se llevó a cabo con el miedo a un golpe de estado, pues el
ejército, que distaba mucho de ser democrático, y la ultraderecha (asesinatos
de Atocha en enero de 1977) estaban dispuestos a recuperar el poder en
cualquier momento. Por lo tanto, los partidos políticos implicados en la
negociación de la constitución tenían claro que debían aprobar una constitución
a toda costa para evitar una vuelta al pasado, que la mayoría de la sociedad no
quería.
Otra
razón por la que se consiguió el tan alabado consenso es que todos los partidos
políticos consiguieron lo que querían y terminaron la negociación con la
sensación de que habían ganado sobre los demás.
Felipe
González buscó y propició el consenso, porque necesitaba presentarse ante la
sociedad como un líder serio que representaba a un partido (el PSOE) que podía
ser opción de gobierno, por su parte a Adolfo Suárez, cuyo único objetivo
político era pilotar la transición a la democracia, le era más fácil lograr la
mayoría parlamentaria con el apoyo del PSOE que intentar consensuar una postura
común con los líderes de los distintos grupos que componían su UCD. Esta
situación se prolongó durante la confección del “estado de las autonomías”,
donde la figura política de Felipe González fue creciendo y, a cambio, Adolfo
Suárez encontró en el grupo parlamentario socialista los apoyos que necesitaba
para completar su proyecto político.
Esta
situación de consenso se vio favorecida por la buena predisposición de Santiago
Carrillo, que ya había conseguido la legalización del PCE (abril de 1977) y el
poco peso político de la Alianza Popular de Manuel Fraga que solo consiguió el
8% de los votos en las elecciones de 1977.
Resumiendo
(y simplificando), la derecha consiguió la perpetuación de la Corona y el
reconocimiento de la “indisoluble unidad de la nación española”, la izquierda
consiguió la mención al “estados social y de derecho”, los nacionalistas
consiguieron asegurarse su cuota de poder en el nuevo ordenamiento político (no
solo para sus territorios, también para sus propios partidos), y Adolfo Suárez
consiguió aprobar su constitución.
Fruto
de ese consenso, o “victoria de todos”, tenemos una constitución flexible en el
fondo y rígida en la forma. Flexible en el fondo porque, fruto de aquella “victoria
de todos”, cabe en ella la ideología de cada partido que llegue al gobierno,
así permite el establecimiento de un sistema sanitario público universal, y su
desmantelamiento. Rígida en la forma porque se estableció un sistema de reforma
que en la práctica hacía prácticamente inviable su reforma, hasta que se
reformó, claro.
Es
cierto que podemos concluir que la constitución española de 1978 fue buena,
pero no es menos cierto que los retos a los que se enfrentaban los españoles en
1978 no son los mismos retos a los que nos enfrentamos en 2013, y la democracia
se basa en la libertad de elección y en el reconocimiento de la mayoría de edad
de los ciudadanos, por lo tanto, se hace necesaria una amplia reforma de la
constitución, o una nueva.