. La fractura social emergida del capitalismo, que sólo
tiene como objetivo aumentar beneficios, sin más consideraciones, hace que la
gran mayoría de la población descienda a unos niveles de miseria tan bajos, que
la vida de un obrero o de su familia tendrá un valor que no irá más allá del
beneficio que el capital obtenía de su explotación. Esto, que a muchos les
sonara como a viejo discurso marxista, quedó reflejado en numerosas novelas de la
época, como “Los Miserables” de Víctor Hugo, o “Germinal” de Èmile Zola, o “Misericordia”
de Pérez Galdós, o “Las aventuras de Oliver Twist” de Charles Dickens, en las
que se narran con maestría el sufrimiento de una clase que había pasado del
feudalismo absolutista y la servidumbre anterior a la Revolución Francesa, a la
explotación sin reparos de millones de personas por el nuevo capitalismo que
gobernaba las relaciones económicas. Es
en este contexto donde surgen las primeras organizaciones obreras, que más
tarde, a raíz de la Primera y Segunda Internacional, se constituirían en
sindicatos de clase, para la defensa de los intereses de los trabajadores,
frente a un capitalismo de marcado carácter depredador. A partir de aquí, y
durante todo el siglo XX, los Sindicatos han sostenido una lucha permanente con
el capital, que ha dado como resultado sacar de la miseria a las clase
trabajadora, mejorando sus condiciones de trabajo y de vida, desarrollando los
sistemas de previsión social y haciéndose valedores del estado de bienestar, que
hasta hace pocos años disfrutábamos.
No es de extrañar, entonces, que
las grandes bestias negras del neoliberalismo imperante en el mundo sean los
Sindicatos y que por ello, desde hace más de tres décadas, haya una campaña, que
no está escatimando medios, de desprestigio de las organizaciones sindicales,
con el único fin de derrotarlas definitivamente, para que el gran capital tenga
abierta la puerta hacia la explotación, sin impedimento, de los trabajadores,
con unas relaciones laborales más propias del siglo XIX que del XXI. Un
objetivo que viene materializado en dos frentes: la asfixia económica mediante
la retirada de subvenciones o la derogación o inexistencia (como el caso de
España) de una Ley de Financiación de las Organizaciones Sindicales, que
garantice sus sostenimiento económico, como instituciones del Estado que son,
tal como recoge la Constitución en su artículo 28.1 y la posterior Ley Orgánica
de Libertad Sindical de 1985. El otro gran ataque hacia los Sindicatos, como ya
he expuesto, tiene que ver con el fomento de su desprestigio en la sociedad,
mediante una campaña continuada en el tiempo, y un mensaje claro que está
calando en la conciencia de la sociedad, de que los Sindicatos son una casta de
caraduras que sólo miran por su interés, inútiles en la defensa de los
trabajadores y costosos para el sistema. Ante esto habría que preguntarse por
qué sin son tan malos e incapaces, pierde el neoliberalismo tanto tiempo y
dinero en desprestigiarlos y destruirlos.
Esta es una buena pregunta que
tiene una fácil respuesta si miramos a nuestro alrededor. La derrota de los
Sindicatos, hoy más evidente que nunca, nos ha conducido a la desregulación del
mercado de trabajo, con leyes que han ido convirtiendo poco apoco a los
trabajadores en mano de obra barata y peones al único servicio de los intereses
empresariales. Para ello nada mejor que provocar y mantener un paro
desorbitado, del que poder tirar cuando se necesita en condiciones de explotación
decimonónica, con el argumento falaz de la creación de empleo. Nunca en las
últimas décadas, la clase trabajadora se ha vista tan desprotegida como ahora,
y esto tienen que ver con la pérdida de fuerza de los Sindicatos, en un mundo
de ambiciones neocapitalistas.
Pero dicho lo anterior, habría
que formularse otra pregunta ¿Tienen sentido los Sindicatos en la sociedad
actual? Mi respuesta es indudablemente sí. Vivimos tiempos, en esencia,
similares a los del siglo XIX, con una sociedad en transición hacia nuevos
sistemas de producción y relaciones sociales, que tiene que encontrar el
equilibrio entre los intereses de las diferentes clases sociales. Y en este
ámbito los Sindicatos tienen que ser actores principales en la defensa de los
intereses de los trabajadores, que son, en definitiva, la mayoría de la
población. Aclarada la necesidad de los Sindicatos, afinemos más la pregunta.
¿Están a la altura del reto de una sociedad cambiante los Sindicatos de clase
actuales? Aquí la respuesta evidentemente es no. El sindicalismo de clase
actual sigue viviendo en el siglo XX, con maneras de actuación viejas, más
propias de una sociedad industrial que de una sociedad de servicios altamente
tecnificada que, en muchos casos, generan rechazo social. Además han demostrado
una incapacidad genética para representar a todos los grupos sociales que no
son trabajadores en activo: desempleados, jubilados, jóvenes, amas de casa,
etc.
Es necesario, por tanto, que los
Sindicatos se reinvente en la nueva sociedad del siglo XXI, hacia fórmulas de
encuentro con todos los sectores sociales, quizá con un punto menos de
politización y un punto más de socialización, para que la sociedad vuelva a
confiar en ellos, y recuperen el prestigio que el neoliberalismo imperante
viene manchando para no tener enfrente nadie que les impida seguir acumulando
capital a costa del bienestar de la población. Porque si no, los trabajadores,
sean empleados o desempleados, empezarán a agruparse en nuevas organizaciones
que sí les representen y entiendan el mundo en el que vivimos. Fue así hace
ciento cincuenta años y volverá a serlo si es necesario.