Sólo por un momento
escucha… ¿qué sonidos hay detrás del silencio? ¿Cuál es la nota que se repite,
una y otra vez, en la obscuridad del pensamiento?
Estamos solos, en
compañía del Universo; estamos ciegos, inundados de todos los colores que la
ciencia no ha descubierto; sordos ante la sinfonía profunda de una música que
nadie escucha… o que sólo pocos han logrado escuchar.
Somos unidad: con el
aire, la lluvia, el fuego, la Tierra, las criaturas todas que habitan en ella…
somos uno con nuestro prójimo, el más distante y el más cercano, el más
deseable de todos, aquél a quien más reproches y enojos guardamos. Si
entendiéramos la vida como una sola manifestación divina, como una sola
inigualable voluntad de Dios, tal vez, sólo tal vez, podríamos vivir en armonía…
Pero, atentando
contra nuestra naturaleza de hermandad, buscamos razones para diferenciarnos,
para sobresalir entre nuestros iguales. ¿Cuántos racismos no denominados pueden
existir? No importa si es en razón del éxito profesional, personal, económico; pero
siempre buscamos ser diferentes al otro. Sí, seguramente es uno de los caminos
para lograr la individualidad; sin embargo, en esa autodeterminación, olvidamos
darnos la mano para seguir avanzando, y lo hacemos caminando sobre los logros,
sueños y el “bien estar” de los demás.
El racismo no radica
sólo en diferenciarnos y atacarnos en razón de nuestra raza, cultura, religión
o ideología política; también es en razón de nuestra educación, las
posibilidades económicas, el ambiente, las circunstancias personales, el sexo…
El sufrimiento de una
tribu que padece una epidemia; la angustia que vive un sector social por no
tener acceso a seguridad social; los sueños rotos de un infante al ser
trastocada su inocencia… todo nos afecta, en un momento o en otro, aún cuando
jamás conozcamos al jefe de la tribu, a las futuras madres que mueren por no
ser atendidas en condiciones de higiene o al niño que es violado a manos de un
familiar. Porque todos somos uno.
Quienes tuvimos la
fortuna de conocer a nuestros padres, la dicha de gozar de un sustento seguro
día tras día, y la oportunidad de elegir una profesión, tenemos una obligación
no sólo moral, sino también social. Estamos obligados con el resto de la
población, con el mundo entero… es humanamente imposible que luchemos por
mejorar las condiciones de vida del entero de la población mundial, pero sí
responderemos a ese llamado moral si ayudamos al prójimo más cercano, no
importa el punto geográfico que elijamos para tener esa cercanía…
Es una cadena, una
cadena de ayuda la que podemos formar: ayudar al cercano, y éste, a su vez,
cuando tenga la fortaleza con la que nosotros contamos ahora, responderá
también ese llamado social, ese llamado del Universo.
Todos somos el mundo,
somos esos niños, aquellos que de reojo vemos en el televisor, porque no nos
atrevemos a ver de frente la miseria humana que nos rodea a través de las
diferentes latitudes. También somos el dolor de una madre que pierde a sus
hijos en guerras sin sentido, y somos las mujeres que en silencio se preguntan
si habrá una vida diferente a los golpes y a la humillación… somos la tristeza
del inmigrante que, con el corazón en su tierra, escindido de su materia, de un
cuerpo que agoniza por extenuantes jornadas de malos tratos y sonidos extraños,
olvida poco a poco la historia de su pueblo, porque duele menos… somos las
lágrimas de los enfermos terminales que no encuentran refugio en los
malos tratos del personal médico que los atiende, la desesperación sin tregua
de los enfermos de sida que anhelan una mirada limpia de reproche, de
discriminación y altivez…
En el núcleo de la
sociedad, en estricto sentido, se encuentra la familia; integrada, ésta, por un
padre, una madre y los hijos. Así conformadas, se denominan “familias
funcionales”, en contraposición del término común de “familia disfuncional”
para referirse a las familias en donde, derivado de un divorcio, existe la
elemental separación de la pareja. ¿Cuántas familias funcionales y
disfuncionales nos rodean? Habrá qué revisar las estadísticas.
Por otro lado,
tenemos un grueso de integrantes de la sociedad que, ajenos totalmente a los
dos términos, sobreviven el día a día. Son los hijos de nadie, los hijos del
viento… sin haber conocido a su padre o a su madre, o a ambos, limpian
parabrisas todo el día, o venden chicles en alguna esquina… o se prostituyen
con el mejor postor para llevarse un pedazo de pan a la boca, o una droga de
baja calidad a su organismo. ¿Cuántos son los hijos del viento?
Y, siguiendo con el
tema preferido de los economistas, esas estadísticas que dicen tan poco de la
realidad social, ¿cuántos hombres y mujeres, productos de familias funcionales,
disfuncionales y de los avatares del destino, han conformado un hogar –o al
menos, intentado hacerlo? Y, ¿cuál es el resultado de ese esfuerzo? ¿Qué
valores pueden inculcar al producto de sus relaciones? O, dicho de otra manera,
¿quién puede dar lo que nunca ha tenido?
¿Cómo pretender que
el adulto de hoy sea responsable, trabajador, sin adicciones, “hombres de
bien”; si en su pasado tiene recuerdos turbulentos de días de hambre, noches
sin luz, violaciones, golpes, y toda clase de violencia?
No, la base de la
sociedad no es la familia, sino los niños que ahora la conforman… y nos guste o
no a las feministas, pseudo feministas o ex feministas, la mujer tiene una gran
responsabilidad en la crianza y educación de esos hiños que hoy juegan en los
parques o venden sonrisas en una esquina.
Reportes de todo tipo
indican que la mayoría de la población, en distintos puntos del globo
terráqueo, somos mujeres… ¿y qué estamos haciendo las mujeres por nosotras
mismas? ¿Qué estamos haciendo las mujeres por la sociedad en que vivimos y
sobreviven algunas? Quienes tuvimos todo a nuestro alcance para realizar u
olvidar un sueño, ¿a qué nos dedicamos para retribuir esa oportunidad?
Éste no es un grito
de guerra para eliminar al género masculino de la faz de la Tierra; es un
grito de unión, de integración… si somos mayoría, la mayoría debe hablar.
Son tantos los
lugares que nuestras manos pueden alcanzar… es cuestión de ser capaces de dar
lo mejor de nosotras mismas. Las sonrisas alivian no sólo tristezas, también
enfermedades; enfermedades físicas, enfermedades del alma y enfermedades
necesarias, en ocasiones, para ahuyentarse de la realidad. Y el dar lo mejor de
nosotras mismas genera sonrisas, de ésas que de tan auténticas iluminan todo a
nuestro alrededor. ¿Qué es lo mejor que sabes hacer? ¿Cantar, bailar, bordar,
leer, analizar, persuadir, cocinar…?
Dones, cualidades,
fortalezas; no importa cuál sea la denominación, todas tenemos ese algo que nos
hace particularmente diferentes, que hace latir con fuerza nuestro corazón y
nuestros sentidos al hacerlo… Quizá el compartirlo ayude a que el corazón del
Universo siga latiendo…
Compartir, ¿imaginas
la diferencia que haría si esta palabra fuera la máxima del sistema económico,
en lugar del “laissez faire, laissez passer”? Compartir el excedente, compartir
conocimiento, compartir cultura, compartir riqueza; la mujer sabe la
importancia y trascendencia de esta palabra, y la fuerza al aplicarla en
nuestra vida diaria. Cuando nuestra mayor preocupación consiste en el vestuario
del día siguiente, la orden del día de una reunión o la estrategia de mercado
más útil para un nuevo producto, olvidamos permitirnos explotar aquello que es
tan nuestro.
Somos todos, somos
uno… en el silencio se escucha un grito ahogado de dolor, el dolor de la
humanidad que expira ante nuestros más profundos defectos… pero también en el
silencio se escucha el eco de la canción más hermosa jamás entonada, la canción
que cura todas las heridas, que ayuda a olvidar esa mala memoria: es la canción
del amor.