Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2013) es una película bonita. Un adjetivo que, aún a riesgo de sonar infantil o prosaico, es el primero que me viene a la mente para definir la última criatura del director madrileño, último eslabón de una correctísima y estimulante filmografía. Pero, además, es una película de contrastes: además de su esencia agridulce, de ese atractivo mejunje en el que algunas veces no sabes si reír o llorar, en Vivir es fácil con los ojos cerrados confluyen presente -esa España gris, enrarecida, inmovilista, dominada con la mano de hierro de la dictadura y por un clero que cometía tropelías a tutiplén- y futuro -esos personajes sólidos como una roca que, sin pretenderlo y haciendo presagiar épocas mejores, se personificarán en rayos de luz capaces de penetrar por las rendijas de unos años que transcurren entre tinieblas. Los contrastes también pasan por la ambientación: la Almería más árida y desierta se fusiona con el mar, aquí fotografiado con la misma furia y fuerza interior que la que late en el corazón de unos roles que sienten la necesidad imperiosa de romper con todo lo establecido -bien sea con un simple corte de pelo o el impartir clases de inglés en plena década de los 60, algo insólito en un país absolutamente hermético y aquejado de un analfabetismo recalcitrante-.