Hoy, 1 de Noviembre, es el día que en las sociedades católicas homenajean a sus muertos queridos. Aquellos que nos dejaron el vacío de su ausencia, a pesar de llevarlos siempre impresos en la memoria, como un recuerdo de lo que una vez nos pareció que sería eterno: el cariño de un padre o de una madre, la presencia del hijo, o del amigo del alma, que por las circunstancias que fuesen nos dejaron. Muchos tendrán la oportunidad de acercarse al cementerio y rendirles el homenaje del recuerdo imborrable, otros no podrán hacerlo, posiblemente, porque la vida les ha llevado a lugares lejanos de donde reposan los restos de sus seres queridos, y otros, simplemente, se bastan con el espacio que ocupan en su memoria aquellos que un día amaron y hoy faltan. Pero hay un importante número de personas que han sufrido durante décadas el desgarro de no poder honrar a sus muertos, simplemente porque nunca les pudieron dar el adiós que les hubiera gustado. Son aquellos que la barbarie del totalitarismo hecho carne en España durante el régimen del dictador Franco y bendecido por la jerarquía de la Iglesia Católica, abandono en cunetas y tapias de cementerio, o bajo los arrayanes de algún bosque del sur, o en descampados de muerte, por el odio de los vencedores de aquella guerra incívica que sufrimos los españoles, y de la que todavía no nos hemos recuperado.