¡Qué
placer el del otro día, querido Nemo! ¡Qué horas más preciosas!
Sabes que no quiero abandonarme, y que todas las mañanas del mundo
salgo a caminar. No hace mucho fui a una casa de deportes donde me
compré unas buenas botas, pues prefiero caminar por tierra antes que
hacerlo sobre el asfalto. Esas botas me han sentado de maravilla, si
puede decirse así. Voy muy a gusto con ellas. Me meto por el antiguo
cauce del río, y paso bastante tiempo andando. Me entretiene, por
otra parte, ver la gran cantidad de personas que van allí corriendo,
con bicicleta, paseando a los perros, o, como yo, sencillamente
caminando. Suelo salir temprano de casa, de noche, así que todavía
me es dado ver todos los artilugios que utilizan estas personas para
verse y hacerse ver. A veces el viejo cauce del río parece un
moviente árbol de Navidad: hay lucecitas rojas y azules,
intermitentes, subiendo y bajando, corriendo y danzando por aquí y
por allá.
Pese a que ya se ha terminado el
verano, todavía sigue haciendo mucho calor. Debido, seguramente, a
estas altas temperaturas, el otro día estaba muy cansado; no tenía
ganas de hacer nada. Me desperté tarde. Aún así no me apetecía
levantarme. Hice entonces una cosa que practicaba mucho en mi
juventud, por las mañanas, antes de irme al instituto: quedarme en
la cama con los auriculares puestos oyendo música. Oí el Cuarteto
opus 131 de Beethoven. Una delicia.
Cuando
era joven, como quizás sepas, quise ser actor, músico, director de
teatro, escritor, viajero, poeta, y no sé cuántas cosas más. Una
vez, en una clase de literatura, el profesor nos hizo fijarnos en la
musicalidad de las oraciones de Valle-Inclán. Analizó unas cuantas;
y un compañero, que tocaba la guitarra, las musicó a la semana
siguiente. No me acabó de convencer lo que hizo aquel compañero. A
aquella música le faltaba desgarro, esperpento. Pero eso, ahora, es
lo de menos. Lo interesante, al menos para mí, fue que aquellas dos
personas me hicieron ver la importancia que tiene la música dentro
de la literatura. O si quieres, tal como yo lo interpreté, para
escribir bien hay que tener un cierto sentido musical. Y yo, no hace
falta decirlo, no lo tenía. Pero era algo que podía remediar. Y así
lo hice: todas las mañanas, y todas las noches, durante una larga
temporada, oí música clásica a través de la radio. Más tarde, ya
en la universidad, me compraría un pequeño artilugio en el que
podía poner cintas magnetofónicas. Entonces fui yo quien
seleccionaba la música y los autores que me apetecían o me
interesaban. El aparato aquel se oía muy bien, pero perdí en
capacidad de aventura. No se puede tener todo. Ahora bien, estaba
casi convencido de que, oyendo mucha música, me estaba aproximando a
Valle-Inclán. Cosas de juventud.
Como te estaba diciendo, no tenía
ganas de salir a caminar, pese a mis nuevas y maravillosas botas.
Permanecí en la cama oyendo a Beethoven. Y cuando me levanté, tras
los rituales de rigor, me senté ante mi mesa, y sin saber muy bien
porqué cogí un libro y me puse a hacer una larga traducción del
latín. Me conservo fresco: no me costó mucho terminarla. Y creo que
la hice bien, muy bien. Pero, claro, no soy especialista en la
materia. Eso no me impidió disfrutar de lo lindo manejando
diccionarios y gramáticas.
Esa
traducción de latín me recordó los enfados de mi hijo mayor, hace
años de ello, porque se puso a estudiar alemán. Pues bien, cuando
se enteraba la gente de sus estudios, no había persona, amigo o
familiar, que no le preguntará para qué estudiaba alemán. Unos,
cómo no, le recomendaban que estudiara chino; otros, japonés; los
de más allá, ruso... Mi hijo se enfadó mucho con unos y con otros.
Hasta que un día le recordé un cuento que le hice leer de pequeño.
Se trata del cuento de don Juan Manuel en el que narra que un padre y
un hijo van del campo a la ciudad con una caballería. Al principio
van a pie, y son criticados por ello; luego monta el hijo, y también
los critican; monta el padre e igualmente le parece mal a un grupo de
personas... En resumidas cuentas, hagas lo que hagas, siempre saldrá
algún perfecto que lo hace mejor que tú, y que nadie. No sé cómo
el mundo todavía sigue siendo un desastre. Lo mejor es, como
siempre, tomárselo con sentido del humor. Por todo esto, cada día
que pasa aprecio más y más el humor cervantino. No me canso de leer
tanto Don
Quijote, como
dos novelitas que me encantan: El
licenciado Vidriera y
El
coloquio de los perros. Pero
no, aquella mañana estaba con el latín.
Tuve
un buen amigo que era un excelente latinista, y un gran amante de la
literatura. No desdeñaba a ningún autor, nacional o extranjero;
pero se le hacía la boca agua hablando de don Miguel de Cervantes, y
de su mejor y más fiel discípulo, según mi amigo: don Benito Pérez
Galdós. Era tal la admiración que sentía por este hombre que cada
dos o tres años se volvía a leer los Episodios
nacionales. Yo
siempre he envidiado mucho a la gente constante, así que tenía una
enorme admiración por aquel mi amigo. Los compañeros del instituto,
sin embargo, no lo dejaban en paz: nadie comprendía aquella
obsesión; y, lo que es más divertido, no le encontraban ningún
sentido. Mi amigo, al principio, se justificaba diciendo que rara vez
se le pregunta a un asesino porqué ha asesinado a alguien, ni qué
utilidad le ha reportado eso. La respuesta no convencía a nadie.
Creo que a él tampoco le convencía.
Un
día, según me contó, y hacía de eso muchos años, se le ocurrió
ir apuntando en una libreta las diversas cosas sobre las que hablaban
los Episodios.
No
sé, situación del clero en el siglo XIX, la condición de la mujer,
la educación y la enseñanza, opiniones sobre la guerra, la
justicia... Mi amigo llegó a tener una gruesa libreta con citas y
más citas, y ordenada por temas, además. Un día sistematizó todo
aquello y escribió un libro, que, lógicamente, no llegó a
publicarse. Una pena. Lo leímos unos cuantos, no obstante, y en
verdad que era un trabajo sumamente valioso, aunque quien no está un
tanto avezado en los Episodios
puede
perderse con tanta cita y tanta información. Pese a todo, lo que me
sigue pareciendo encantador del libro es el prólogo. No tiene
desperdicio. Viene a decir en él, es demasiado largo para
copiártelo, que la inmensa mayoría de las cosas que hacemos los
humanos son cosas sin sentido, criticables e inútiles. Y que,
aparentemente, parecería que leer los Episodios
cada
cierto tiempo, digamos cada dos o tres años, puede ser o parecer una
enorme tontería. Sin embargo, nada más alejado de la realidad, pues
él hacía eso porque, en una visita rutinaria, su médico de
cabecera comenzó a sospechar que estaba en los inicios de esa
terrible enfermedad llamada alzheimer. Le propuso el doctor que
hiciera ejercicios de memoria: recordar matrículas de coches,
números de teléfonos, grandes sumas y restas, etc. Mi amigo, muy
avispado, pensó que lo mejor era tirar mano de Guerra
y paz, de
León Tolstoi, o de los Episodios
nacionales, de
don Benito, y tratar de memorizar todos los nombres de todos los
personajes que aparecen en la obra. Optó por los Episodios
porque los nombres rusos, con las terminaciones ich y ova, le pareció
una verdadera complicación. Le resultaba más fácil recordar a
Zumalacárregui, que es un nombre muy sonoro, o distinguir entre los
dos curas Merinos que hubo. Sea como fuere, en el prólogo vienen a
decir que nada más útil, en su caso, que enfrentarse con todos los
personajes galdosianos, pues recordar sus nombres, las novelas en las
que aparecen, la serie a la que pertenecen, las batallas en las que
participan, las intrigas en las que se ven envueltos, y sus
descendientes, cuando los hay, es una tarea ingente. Y más para una
persona con principios de alzheimer. Y cosa curiosa: dicho esto,
nunca nadie más le volvió a preguntar le finalidad de sus lecturas.
No hará falta que te diga que era falsa la noticia de su enfermedad:
nunca padeció alzheimer ni ninguna otra enfermedad, lo cual no le
impidió morir de la mejor forma pasible: rápida y brevemente. Le
dio un infarto, y se nos quedó en los pasillos del instituto, con un
libro de Galdós entre las manos, por cierto. Antes de morirse tuvo
el buen gusto de regalarme una fotocopia de su estudio de los
Episodios.
Me
encanta leer el prólogo. Y es curioso: siempre que lo hago, tengo la
sensación de que es él quien me lo lee en voz alta.
Lo volví a leer cuando
terminé mi traducción del latín, tras haber oído el cuarteto opus
131 de Beethoven; y así se me fue aquella deliciosa mañana en la
que no me apeteció salir a caminar. No obstante, prometo ser buen
chico, y salir mañana. Hoy tenía ganas de hacer cosas diferentes.
Sencillamente porque me lo pedía el cuerpo.