Disparatada, hiperbólica, gamberra, descarada, original, esperpéntica, desprejuiciada, tremendista, grotesca, excesiva, tenebrosa y excéntrica. La lista de adjetivos para definir a Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013) parece infinita, aunque, de tener que quedarme sólo con uno sería el de "inclasificable". Termina la proyección y no puedo estar más desconcertado: ¿hemos asistido a un espectáculo de terror, a una comedia, a una apología fantástica, a un relato romántico encubierto o a una radiografía del mundo contemporáneo al más puro estilo De La Iglesia? Puede que, en el fondo, no haya sido una digestivo cóctel de todo ello. A partir de su potente arranque en ese fragmento ya emblemático del atraco en plena puerta del Sol, la que es una de las apuestas más ambiciosas del cineasta bilbaíno -no tanto por sus 5 millones de € de presupuesto, sino por su estimulante conglomerado de géneros-, nos va sumergiendo en una espiral de locura y orgasmo surrealista en el que es imposible anticiparte al rumbo de sus acontecimientos, tampoco a su desenlace. Álex de la Iglesia, para entendernos, hace lo que le da la gana en una película que renuncia al -inalcanzable- trasfondo de su obra mayor -Balada triste de trompeta (2010)-, al tiempo que recurre a la irreverencia de La Comunidad (2000) para deleitarnos con casi dos horas de puro entretenimiento, puro disfrute.