Conviene decirlo de entrada: La soledad (Jaime Rosales, 2007) es una de esas películas que se aman o se odian. Retrato intimista de un grupo de mujeres no confeccionado para todos los paladares, en esta segunda película del director catalán se vuelven a congregar muchas de las constantes de su primer largometraje, Las horas del día (2004), ganadora del Premio de la Crítica internacional y por la que, después de una carrera como cortometrajista de éxito, empezó a tener relevancia a nivel internacional. En primer lugar, La Soledad nace con una clara intención: alejarse lo máximo posible de la manipulacíon emocional. Tal y como sucedía en su opera prima, el director omite cualquier inclusión musical, depositando toda la fuerza expresiva en sus actores. Son ellos los que, extirpando cualquier atisbo de sobreactuación y siempre a través de la improvisación y haciendo gala de una desbordante naturalidad, conectan con un público que ve en ellos un espejo de la realidad. En segundo lugar, en La Soledad, Rosales vuelve a poner de manifiesto su gusto por el tempo sosegado y por la pantalla partida, que llega a ocupar casi la mitad del metraje; una polivisión que, lejos de ser circunstancial, ayuda a este flechazo emocional con la historia al mostrarnos dos situaciones diferentes -y tan parecidas- al mismo tiempo.