El otro día me topé con un amigo de la secundaria y pude
disfrutar de dos horas de gratuidad. De comunicación distendida, sin mayor
compromiso, en un clima de afectos que sólo se puede lograr con el compañerismo
no contaminado que uno construye en la adolescencia. Luego, enfrascado en el
trabajo, pensaba en cómo uno se pone a la defensiva si alguien le plantea que
busca lealtad. Porque muchos confunden este valor con la incondicionalidad.
Cuando era joven soñaba con tener un millón de amigos. En
el camino, me fui equivocando muchas veces hasta aprender a entender la
interdependencia, el respeto, la tolerancia a la diversidad y el mandato
imperioso de no intentar nunca cambiar a otra persona o intervenir en su vida
más allá del consejo, si es que éste se solicita y acepta. De adulto, sufrí
equivocaciones por querer atribuir al mundo de la política la sana visión de la
época universitaria. En situaciones límite reconocí las amenazas del odio
exacerbado. En la madurez, uno vuelve los ojos a los viejos amigos, que
quedaron como bengalas en algún recodo. Porque con ellos el afecto se ha
mantenido aunque cada cual haya seguido rumbos diversos. Lealtad significa
tener siempre presente un nombre amigo para poder plantearlo cuando surja la
ocasión. Es saber quién no falla, quién es serio, quien no te dejará mal.
Cuando hay amistad puede que el amigo esté, por circunstancias de su
desarrollo, en un alto sitial. Pero basta una llamada, un nombre, para que se
desmantele en torno a él toda la parafernalia del poder, todas esas secretarias
que juegan al jefe ocupado en permanentes reuniones. Y la llegada es directa:
pelao, flaco, guatón ¿ en qué puedo ayudarte? ¿ en qué andas?
Pero el juego del poder tiene su dinámica particular. Así
se vive hoy en Chile, a 23 años de esta democracia atada a un sistema
binominal, sin una ley de financiamiento a los partidos políticos, con un
importante abstencionismo, con la exclusión de facto de sectores minoritarios.
Todo lo cual ha trastocado los valores democráticos en su profunda esencia. Hoy
se vive el poder del dinero y quien no lo tiene vive una neo-esclavitud. Nada
tiene que ver hoy la práctica política con principios. Nada tiene que ver con
la fuerza de la razón o con el debate. Se organizan encuestas, se quiere marcar
tendencias, pero nadie llega al fondo de las cosas. El dinero es un instrumento
para alcanzar el poder o bien el fin implícito del poder al que se aspira. Las
máquinas políticas así como levantan un líder, así también lo abandonan. Las
redes de conveniencia que permiten armar una campaña política son estructuradas
en compromisos y conveniencias, Te doy tanto y mi factura es ésta. Cuando al
político instalado en el poder le pasan la cuenta, pierde su capacidad de
independencia, se debilita su representatividad popular. Las lealtades
concebidas en este marco son frágiles palabras. Son retórica.
La lealtad real se construye con fidelidad a ideas
comunes, a valores que envuelven la relación. El liderazgo debe sustentarse en
la solvencia moral y en la adhesión convencida y libre de los colaboradores.
Esto dinamiza grupos entusiastas de trabajo, potencia movimientos políticos,
mueve la sociedad generando hechos políticos. Hasta ahora, lamentablemente, se
confunden las lealtades en base a un ideario común con el clientelismo politiquero.
Y en ese contexto, todas las consideraciones son de conveniencia, pero un
mosaico de egoísmos nunca construirá un proyecto de trabajo ni menos un
liderazgo político. Pero esto cambiará y por eso se habla que en noviembre
habrá una gran sorpresa.
Periodismo
Independiente, 24 de septiembre de 2013
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