Galicia, uno de los
pocos pulmones que nos quedan en España, arde de nuevo. Lo sucedido durante este
último dramático verano, sin embargo, no es ninguna novedad. Cada año -desde
hace más de una década-, Galicia arde y arde como una hoguera de San Juan en
los meses de primavera, verano y otoño. Y, año tras año, oímos los mismos
lamentos y las mismas absurdas excusas por parte de los responsables de medio
ambiente. Incluso, tras los últimos incendios, uno de dichos responsables llegó
a afirmar sin ruborizarse que todos los efectivos autonómicos y del Estado
realizan su labor con gran profesionalidad, muchas horas de dedicación y buena
coordinación, como si esa labor a posteriori diese validez a la inútil gestión
a priori. Apagar incendios –hasta donde yo sé- no es, precisamente, un logro.
No conozco las cifras exactas, pero así
–a ojo de buen cubero- uno se atrevería a afirmar que casi la totalidad de los
incendios sucedidos en Galicia son provocados. De hecho, en otros países del
mundo con un clima mucho más cálido también existen cristales en el campo o
gente descuidada que arroja cigarros o que hace barbacoas y no pasa nada. Muy
probablemente, tras esos incendios provocados, existen intereses urbanísticos,
empresariales, rencillas vecinales o incluso intereses profesionales. Los
gallegos conocemos muy bien la forma que tienen los artefactos incendiarios que
se lanzan desde ciertas avionetas. Sea como fuere, el medio ambiente es un bien
de todos y, como tal, debe ser protegido. Y para protegerlo, el Ministerio de
Medio Ambiente señala que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y la
policía autonómica detienen cada año a cientos de personas vinculadas con los
incendios forestales. Pero es que –como sucede en España con todos los delitos-
el problema no está en las detenciones,
sino en las condenas. Si bien el
Código Penal contempla penas de hasta 20 años de cárcel por acciones de este
tipo, la sentencia más dura fue dictada por la Audiencia Provincial de Málaga
el 7 de septiembre de 2006, en la que un ciudadano en tratamiento psiquiátrico
fue condenado a ocho años de cárcel y 385.000 € de multa por provocar de manera
intencionada un incendio forestal en julio de 2001 en el municipio de Ojén,
fuego que calcinó 270 hectáreas. El incendiario, como también suele ser
frecuente, era reincidente, ya que había sido condenado por quemar 300
hectáreas en el año 1999. Por el resto, la
mayor parte de los detenidos por incendio no entran ni siquiera en la cárcel,
quedando en libertad para poder seguir quemando hectáreas y hectáreas al año
siguiente.
Los españoles
nos hemos acostumbrado a los incendios en Galicia. Los hemos asumido. Tanto es
así que no sería extraño que dentro de poco en las webs de apuestas se pueda
apostar por el número de incendios y de hectáreas quemadas. Pero la quema del
bosque es una tragedia que no solo provoca daños directos. Quien quema un
bosque quema árboles que han crecido durante años, quema animales que se
encuentran atrapados, quema las casas de las personas, quema la belleza de un
paisaje labrado a lo largo de los siglos. Pero sobre todo -no debemos
olvidarlo- quien quema un bosque quema la vida de la que depende nuestra vida.
Y también la de nuestros hijos.