La Saga de los Longevos de Eva García Sáenz

Una cuestión que nos ocupa en la elección de los libros que programamos para su lectura, es que aúnen un contenido interesante sobre el que debatir y un continente atractivo con el que disfrutar leyendo. Afortunadamente, “La Saga de los Longevos” de Eva García Sáenz, contiene ambas cualidades. La eterna cuestión de la inmortalidad, quizás tan antiguo en el hombre como su condición de ser consciente y racional, se nos presenta ahora una vez más. En la novela que nos ocupa, un guión bien pensado nos plantea tal opción de manera coherente y creíble. Junto al tema principal, se van desarrollando otros episodios tan atractivos y sugerentes como la presentación de la cotidianidad del mundo en la prehistoria o en distintos momentos de nuestro pasado hasta llegar a nuestros días. Los nuevos tiempos han traído una nueva ciencia con sus certezas y aspiraciones. El avance tecnológico ofrece respuestas tangibles a preguntas de siempre. Y, lo que es más importante, nos anima a seguir cuestionándonos nuestros límites en busca de nuevos descubrimientos. El sino de esta era viene expresado en forma de teorías que tratan de ser demostradas a partir de rigurosas investigaciones. Y, sin embargo, todavía hay certezas para una parte importante de la humanidad que distan mucho de poder ser confirmadas por la ciencia. La causa primera, la temporalidad del universo antes del instante de inicio, sus planos de existencia y, aún la composición del mundo que nos envuelve, son cuestiones que avivan la imaginación de científicos, filósofos y místicos por igual. La aspiración por descubrir los arcanos que abren las puertas a la inmortalidad ha inspirado mitos, guerras, expediciones y la labor silenciosa de alquimistas en el pasado. Ahora, le toca el turno a la investigación genética a partir del descubrimiento de la capacidad “rejuvenecedora” de la enzima telomerasa. Parece que al final es una cuestión de tamaño; a poder elegir, es preferible un telómero (sustancia que se encuentra en los extremos de cada cromosoma) largo. Tras las sucesivas replicaciones, su longitud decrece, lo que se convierte en síntoma de envejecimiento. Para algunos, la pregunta no es si la ciencia llegará a resolver el problema de la decadencia de los cuerpos y su muerte natural, si no, cuándo lo logrará. Para otros, el concepto de inmortalidad es una condición no vinculada a lo manifestado y terrenal. Desgraciadamente, para la mayoría, es una cuestión que les sobrepasa y sobre la que prefieren no reflexionar. Por cierto, en la vanguardia internacional sobre la investigación de los telómeros y la telomerasa se encuentra una ilustre alicantina, María Blasco, Directora del CNIO (Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas). Quedan por resolver los enormes retos que para la humanidad representaría la existencia de hombres milenarios. Problemas de índole socioeconómica, por sobreexplotación de recursos de naturales, superpoblación, jurídicos, psicológicos y morales hacen de tal posibilidad una idea preocupante. Cuando algunos científicos anuncian que nos encontramos a las puertas de la inmortalidad (actualmente hay tres mil investigaciones vinculadas directa o indirectamente a tal efecto), a pesar de lo peregrina que pueda parecer dicha afirmación, a más de uno se nos eriza el bello. Si ponemos el carro delante del burro, mal vamos. Preocupémonos primero de resolver cuantas injusticias nos alejan de un mundo mejor y, cuando eso se haya conseguido, pensemos entonces en alargar nuestras vidas. Los integrantes de la Vieja Familia comparten una rara cualidad. En ellos se han producido mutaciones genéticas que permiten la regeneración de sus telómeros tras sucesivas divisiones celulares, así como el surgimiento de un gen supresor del desarrollo y propagación de las células cancerígenas. Héctor, el decano de la humanidad, tiene 28.000 años. Pertenece al período de Paleolítico, en un momento en el que todavía poblaban la tierra los neardentales. A continuación le sigue Iago. Con 10.300 años, nació en la época del Mesolítico. Ambos oriundos de Monte Castillo en las inmediaciones de Santander, lugar donde se desarrolla la novela. Nagorno, un escita de la Edad del Bronce con 2.700 años de antigüedad. Y, finalmente Kyra, la más joven de los cuatro, una gala de la Edad de Hierro con tan solo 2.500 años de vida. La discreción mostrada por los integrantes de la Vieja Familia les ha permitido desarrollar sus longevas vidas sin despertar recelos en los demás. Acostumbrados a cambiar de lugar de residencia e identidad, traspasan los siglos a un ritmo de envejecimiento significativamente más lento que los demás. Como ocurre en los mitos y las grandes epopeyas, los humanos, los “efímeros”, son la clave de sus quitas y desvelos. Por amor comparten sus vidas y lloran sus ausencias tras la previsible muerte. Queriendo evitar lo que por destino corresponde, Kyra y Nagorno irán tras los avances de la ciencia para lograr una descendencia con sus mismas cualidades. Una progenie de seres longevos que alteraría el orden natural de las cosas. En el deseo de evitar, o al menos retrasar lo más posible tal posibilidad, Iago boicoteará sus aspiraciones con ingenio y determinación. Una partida de ajedrez de consecuencias imprevisibles. En medio de este desafío de fuerzas, irrumpe Adriana. Una joven y brillante arqueóloga que se convertirá en detonante y parte principal de la trama. Hay cabida para una historia de amor entre dos seres de naturaleza distinta cuyas vidas parecen imbricadas por los lazos del destino. Un canto al amor por encima de cualquier barrera. Ana resuelve con ingenio, inteligencia y preparación la configuración de los personajes. Para ello recurre a la descripción de pasajes vividos por ellos en momentos tan dispares como la prehistoria, el mundo celta, la edad media o el siglo XIX. Solo conociendo la historia personal de los protagonistas de la novela, desde el momento mismo de su concepción, se puede llegar a entender el tortuoso presente. Una familia con tantas heridas, acumuladas durante milenios, que torna difícil su convivencia. La trama está bien expuesta. Su desarrollo atrapa al lector, siempre inquieto ante unos hechos que superan al común de los mortales. Por último, su resolución, guarda la esencia de los dramas clásicos, aunque los recursos con los que se construye pertenezcan a este siglo. “La Saga de los Longevos” aúna aventuras, romanticismo, historia, aqueología y ciencia para dar lugar a un argumento que bien merecería una gran película, ¿Contará Ana con una propuesta al respecto? Tendremos oportunidad de preguntárselo el 26 de octubre. Una fecha próxima a la celebración celta de Samhain, el final del verano, o como la conocemos ahora, “Noche de Halloween”. Ahora toca disfrutar de la novela y dejar pasar nuestro efímero calendario hasta llegar al día en el que contaremos con su presencia. No importa tanto la cantidad de tiempo que nos queda, si no la calidad que seamos capaces de imprimir a cada momento de nuestra existencia. Ahí radica la verdadera inmortalidad, la “Afrodita de Oro” de la que nos hablaban los filósofos griegos.

 

. Afortunadamente, “La Saga de los Longevos” de Eva García Sáenz, contiene ambas cualidades. La eterna cuestión de la inmortalidad, quizás tan antiguo en el hombre como su condición de ser consciente y racional, se nos presenta ahora una vez más. En la novela que nos ocupa, un guión bien pensado nos plantea tal opción de manera coherente y creíble. Junto al tema principal, se van desarrollando otros episodios tan atractivos y sugerentes como la presentación de la cotidianidad del mundo en la prehistoria o en distintos momentos de nuestro pasado hasta llegar a nuestros días. Los nuevos tiempos han traído una nueva ciencia con sus certezas y aspiraciones. El avance tecnológico ofrece respuestas tangibles a preguntas de siempre. Y, lo que es más importante, nos anima a seguir cuestionándonos nuestros límites en busca de nuevos descubrimientos. El sino de esta era viene expresado en forma de teorías que tratan de ser demostradas a partir de rigurosas investigaciones. Y, sin embargo, todavía hay certezas para una parte importante de la humanidad que distan mucho de poder ser confirmadas por la ciencia. La causa primera, la temporalidad del universo antes del instante de inicio, sus planos de existencia y, aún la composición del mundo que nos envuelve, son cuestiones que avivan la imaginación de científicos, filósofos y místicos por igual. La aspiración por descubrir los arcanos que abren las puertas a la inmortalidad ha inspirado mitos, guerras, expediciones y la labor silenciosa de alquimistas en el pasado. Ahora, le toca el turno a la investigación genética a partir del descubrimiento de la capacidad “rejuvenecedora” de la enzima telomerasa. Parece que al final es una cuestión de tamaño; a poder elegir, es preferible un telómero (sustancia que se encuentra en los extremos de cada cromosoma) largo. Tras las sucesivas replicaciones, su longitud decrece, lo que se convierte en síntoma de envejecimiento. Para algunos, la pregunta no es si la ciencia llegará a resolver el problema de la decadencia de los cuerpos y su muerte natural, si no, cuándo lo logrará. Para otros, el concepto de inmortalidad es una condición no vinculada a lo manifestado y terrenal. Desgraciadamente, para la mayoría, es una cuestión que les sobrepasa y sobre la que prefieren no reflexionar. Por cierto, en la vanguardia internacional sobre la investigación de los telómeros y la telomerasa se encuentra una ilustre alicantina, María Blasco, Directora del CNIO (Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas). Quedan por resolver los enormes retos que para la humanidad representaría la existencia de hombres milenarios. Problemas de índole socioeconómica, por sobreexplotación de recursos de naturales, superpoblación, jurídicos, psicológicos y morales hacen de tal posibilidad una idea preocupante. Cuando algunos científicos anuncian que nos encontramos a las puertas de la inmortalidad (actualmente hay tres mil investigaciones vinculadas directa o indirectamente a tal efecto), a pesar de lo peregrina que pueda parecer dicha afirmación, a más de uno se nos eriza el bello. Si ponemos el carro delante del burro, mal vamos. Preocupémonos primero de resolver cuantas injusticias nos alejan de un mundo mejor y, cuando eso se haya conseguido, pensemos entonces en alargar nuestras vidas. Los integrantes de la Vieja Familia comparten una rara cualidad. En ellos se han producido mutaciones genéticas que permiten la regeneración de sus telómeros tras sucesivas divisiones celulares, así como el surgimiento de un gen supresor del desarrollo y propagación de las células cancerígenas. Héctor, el decano de la humanidad, tiene 28.000 años. Pertenece al período de Paleolítico, en un momento en el que todavía poblaban la tierra los neardentales. A continuación le sigue Iago. Con 10.300 años, nació en la época del Mesolítico. Ambos oriundos de Monte Castillo en las inmediaciones de Santander, lugar donde se desarrolla la novela. Nagorno, un escita de la Edad del Bronce con 2.700 años de antigüedad. Y, finalmente Kyra, la más joven de los cuatro, una gala de la Edad de Hierro con tan solo 2.500 años de vida. La discreción mostrada por los integrantes de la Vieja Familia les ha permitido desarrollar sus longevas vidas sin despertar recelos en los demás. Acostumbrados a cambiar de lugar de residencia e identidad, traspasan los siglos a un ritmo de envejecimiento significativamente más lento que los demás. Como ocurre en los mitos y las grandes epopeyas, los humanos, los “efímeros”, son la clave de sus quitas y desvelos. Por amor comparten sus vidas y lloran sus ausencias tras la previsible muerte. Queriendo evitar lo que por destino corresponde, Kyra y Nagorno irán tras los avances de la ciencia para lograr una descendencia con sus mismas cualidades. Una progenie de seres longevos que alteraría el orden natural de las cosas. En el deseo de evitar, o al menos retrasar lo más posible tal posibilidad, Iago boicoteará sus aspiraciones con ingenio y determinación. Una partida de ajedrez de consecuencias imprevisibles. En medio de este desafío de fuerzas, irrumpe Adriana. Una joven y brillante arqueóloga que se convertirá en detonante y parte principal de la trama. Hay cabida para una historia de amor entre dos seres de naturaleza distinta cuyas vidas parecen imbricadas por los lazos del destino. Un canto al amor por encima de cualquier barrera. Ana resuelve con ingenio, inteligencia y preparación la configuración de los personajes. Para ello recurre a la descripción de pasajes vividos por ellos en momentos tan dispares como la prehistoria, el mundo celta, la edad media o el siglo XIX. Solo conociendo la historia personal de los protagonistas de la novela, desde el momento mismo de su concepción, se puede llegar a entender el tortuoso presente. Una familia con tantas heridas, acumuladas durante milenios, que torna difícil su convivencia. La trama está bien expuesta. Su desarrollo atrapa al lector, siempre inquieto ante unos hechos que superan al común de los mortales. Por último, su resolución, guarda la esencia de los dramas clásicos, aunque los recursos con los que se construye pertenezcan a este siglo. “La Saga de los Longevos” aúna aventuras, romanticismo, historia, aqueología y ciencia para dar lugar a un argumento que bien merecería una gran película, ¿Contará Ana con una propuesta al respecto? Tendremos oportunidad de preguntárselo el 26 de octubre. Una fecha próxima a la celebración celta de Samhain, el final del verano, o como la conocemos ahora, “Noche de Halloween”. Ahora toca disfrutar de la novela y dejar pasar nuestro efímero calendario hasta llegar al día en el que contaremos con su presencia. No importa tanto la cantidad de tiempo que nos queda, si no la calidad que seamos capaces de imprimir a cada momento de nuestra existencia. Ahí radica la verdadera inmortalidad, la “Afrodita de Oro” de la que nos hablaban los filósofos griegos.

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