Hoy, más que
nunca, se exige de quienes detentan un puesto de responsabilidad pública – sea
como presidente o parlamentario – un ojo avizor, que aguarde
vigilante y cauteloso, atento a los signos de los tiempos. Que prevea los
cambios y anticipe la efervescencia social. No nos podemos dar más el lujo de
dejarnos sorprender por los acontecimientos, sin anticiparnos a los hechos. Los
cambios sociales serán cada vez más vertiginosos y exigirán respuestas más
acertadas y prontas.
En
el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón,
formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la
eliminación de los enemigos? Nada de eso. Suplica en cambio:
"Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y
distinguir entre el bien y mal" (1 R 3,9). En este relato se nos indica lo
que es importante para un político. Su criterio último no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio
material. La política es un compromiso por la justicia y por crear
las condiciones básicas para la paz y bien entre sus gobernados. Gobernar no es
más que servir.
Vivimos
planificando la vida, preocupados de lo urgente. Tanto, que olvidamos lo
importante. Un signo de la posmodernidad es el “cortoplacismo”, la mirada
estrecha y fijada en lo inmediato, que impide lanzar proyecciones de largo
vuelo. Un signo alarmante de ello es la fijación casi enfermiza en las cifras
de las encuestas, como el rating en los televisores o lo aceptación de un
producto por parte del público. Nos encontramos tan ansiosos por resultados
inmediatos que finalmente esta misma obsesión nos lleva solo a una mayor
frustración.
El aporte de lo
cristiano en el desarrollo humano es indudable. No es casualidad que las
ciencias naturales, la técnica, el progreso en último término, nacieran en la
parte del mundo penetrada por la fe cristiana. Valores que nos resultan tan
obvios, tanto para creyentes como quienes no lo son, como democracia, igualdad,
tolerancia, serían impensables en otras culturas ajenas al cristianismo. Si
oriente las ha asumido, ha sido tras un largo y aún engorroso proceso de
interiorización; casi a contrapelo y más por entenderse y adquirir códigos que
permitan un diálogo con occidente que por convicción propia.
Incluso quienes
alegan contra lo propio de la fe cristiana lo hacen con criterios aprendidos y
asimilados en esta cuna.
En este punto de
la reflexión se puede hacer legítimamente la pregunta ¿Qué sería del mundo sin
el cristianismo? La pregunta no tiene sentido, ya que la realidad de Cristo es
un dato irrenunciable del proceso histórico, tanto como la existencia de la
luna, el sol o las estrellas. La pregunta es otra: ¿y si no se hubiese
extendido tanto como lo ha hecho? Más que su extensión material, lo importante ha
sido la validación de la imagen de humanidad subyacente a él. Y es esa
valoración la que ha encontrado acogida en casi todo el globo. No ha sido su imposición
por la fuerza. Si hubiese sido así, hace tiempo que se hubiese rechazado. La seducción
del mensaje cristiano brota de su verdad intrínseca y su apego a lo propio de
lo humano, que es a su vez cristiano.
Valores como la
igualdad entre hombre y mujer, la democracia, el respeto a los derechos del
hombre, de niños y ancianos, el respeto a normas de trabajo digno, brotan de
una cosmovisión marcada por la revelación definitiva regalada en Cristo Jesús y
se expanden por la humanidad por su ahora incuestionable ajuste a lo propio
humano.
Dato
incuestionable de ello es que la lucha contra la miseria y por una mayor
igualdad y justicia se han desarrollado justamente en aquella parte del mundo en
que el mensaje cristiano ha penetrado las conciencias, empapado el oxígeno que
respiramos e impreso un sello indeleble.
De ahí que la
participación de los cristianos en la esfera pública, comenzando por las
elecciones democráticas, sea un compromiso que brota de la práctica de la fe. No es un adosado
extrínseco a ella sino sustancial. El cristiano entiende su vida de fe desde la
construcción de la comunidad, del entorno social en el que se encuentra inmerso.
Ahí ve plasmado lo propio humano-cristiano, que vienen a ser una y la misma
cosa.