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Nadie da explicaciones de qué hacía allí el rey, cayéndose escaleras abajo a
las cuatro de la mañana, ni de dónde de venía, y en qué estado se encontraba
para caerse, y todo se zanja con un “Lo siento, me he equivocado, no volverá a
ocurrir”, para alivio de todos los que tendrían que haber dado explicaciones si
su majestad no hubiera pedido disculpas.
Este acto de
contrición pública marca un antes y un después en la historia reciente
española. País poco acostumbrado a la “deshonra” que supone reconocer los
errores, por un sentimiento de orgullo que roza la soberbia, el gesto del
monarca tiene dos sentidos: el primero, que la petición de perdón, como se ha
visto, parece que exonera de los pecados que se hayan cometido; muy normal esto
en un país católico en donde la confesión le libera a uno de todos sus malos
actos, con una pequeña penitencia. Ya saben, pueden ser ustedes los mayores
canallas del mundo, que si se arrepienten en el último segundo antes de expirar
las puertas del cielo se le abrirán de par en par. Lo raro es que nuestros políticos no se hayan dado cuenta
antes de lo barato que resulta hacer mea culpa. El segundo sentido es que, una
vez abierto el melón de las contriciones, las peticiones de perdón llueven por
doquier, a sabiendas de que la sociedad, en su generosidad cristiana, les va a
absolver de sus culpas. Así desde la confesión pública real, día sí y día no
recibimos alguna petición de clemencia, por parte del establishment del poder,
y pelillos a la mar.
Piden perdón
los dirigentes de Novagalicia por haber destruido el sistema financiero
gallego, estafado a miles de ahorradores por las preferentes y despedido a
otros miles de trabajadores, pero ahí siguen, encumbrados en su puesto de
cientos de miles de euros al año de salario, sin que pase nada. Pide Perdón
Mariano Rajoy por habernos engañado al presentarse a las elecciones con un
programa que nada tiene que ver con la destrucción del estado de bienestar a la
que se está aplicando como un alumno aventajado del capitalismo internacional
más feroz; pero él sigue impertérrito destrozando la vida a millones de
españoles con su política. Pide perdón
Rubalcaba por estar como un outsider de los problemas de la ciudadanía, lo que
le obliga a hacer una oposición a remolque de los acontecimientos y sin
propuestas, destructiva para su Partido y el socialismo democrático nacional;
pero él sigue en sus trece de “ahora no toca” para dar paso a otros que sí
fuesen capaces de colocar al PSOE a la altura de las circunstancias. Pide
perdón Yolanda Barcina, presidenta de la Comunidad de Navarra, por haberse
llevado crudo el dinero de la Caja de Ahorros de Navarra con una fórmula que se
parecía más a atraco a las tres, por las tres reuniones diarias que se ponían
para cobrar dietas de cada una, pero ella sigue sin asumir su responsabilidad
dimitiendo, que es lo que haría cualquier persona honesta. Pide perdón Oscar
López, secretario general del PSOE, por haber puesto en ridículo a su Partido
al haber autorizado la moción de censura de Ponferrada, que ha indignado y ruborizado a mujeres y hombres
de este país, pero, ratificado por los que han sido cómplices de su mala
gestión, no tiene intención de dimitir. Pide perdón Alberto Fabra, presidente
de la Generalitat Valenciana, por la corrupción de la que ha sido artífice su
Partido, arruinando a la Comunidad Autónoma, y a sus habitantes, pero sigue
manteniendo a los imputados en casos de corrupción en sus cargos políticos,
como si fueran extraterrestres a los que él no puede cesar. Pide perdón Toni
Canto, diputado en el Congreso por UPyD, por pasear su misoginia y su
ignorancia por las redes sociales, y nadie en su Partido le pide que dimita, ni
siquiera su secretaria general, convirtiéndose todos en cómplices de sus
palabras. La izquierda proeterra en el País Vasco va pidiendo perdón a
regañadientes por haber apoyado durante décadas la violencia y asesinatos de
ETA, pero no son capaces de pedirle a la banda terrorista que entregue las
armas y se disuelva definitivamente.
Hay muchos
más que han pedido disculpas desde el perdón de los elefantes, y todos siguen
en sus puestos, ya redimidos de culpa, eso creen. Pero hay otros tantos que son
deudores de tanta soberbia que les hace incapaces de pedir excusas, es más,
algunos se reafirman en sus actos. No se ha oído pedir perdón a los diputados
del Partido Popular en las Cortes Valencianas, imputados en casos de
corrupción, entre quienes se encuentra, por ejemplo, la alcaldesa de Alicante.
Tampoco se ha escuchado pedir perdón a Carlos Fabra, por haber engañado a los
castellonenses durante años, mientras él hacía fortuna gracias a casos como el
de Naranjax y sus fraudes a Hacienda; aunque éste todavía piensa que es la
sociedad la que debe estarle agradecida. No ha pedido perdón Francisco Camps,
por haber arruinado a la Comunidad Valenciana y por ser el mayor ególatra que
ha pisado estas tierras; ni Rita Barberá por ser consentidora fiel de las
hazañas de la Gürtel. Ni piensa pedir perdón Barcenas por haber robado a manos
llenas, la justicia dirá si en su nombre o en el del PP; ni María Dolores de
Cospedal por tantas mentiras que nos ha regalado durante estos años, que han
tenido su colofón con el sainete del “despido en diferido”. Tampoco lo ha hecho
el presidente de la CEOE Joan Rosell por aplaudir y reclamar mayor facilidad
para despedir a millones de trabajadores; ni el presidente de la banca al que
le parece adecuada la legislación que está desahuciando a miles de personas de
sus casas por la depredación de la banca. Ni Artur Más… que se puede decir del
presidente de la Generalitat de Cataluña, un mago del chisterismo político. Ni
el que dice que dimite, pero no se va, Oriol Pujol.
En fin,
entre perdones sin asumir responsabilidades, y los que ni siquiera se dignan a
ello, el país se va arruinando y cada vez está más claro que sólo nosotros
podemos convertir en prescindibles a tanto arrepentido y soberbio. Esa es la
grandeza de la democracia.