De todos es conocido que no compro lotería, ni sucumbo a los juegos de azar, ni consiento que algo en mi vida quede al capricho de esos veleidosos dioses de las ruletas, bombos y algoritmos combinatorios, trucados todos como están para que siempre, sin excepción, ganen los dioses de la Fortuna, es decir, la Banca. No he sucumbido nunca a tan artera artimaña para sacar la pasta del bolsillo y dejarla allí, al mostrador de la oficina de loterías, al vendedor de ese engendro de ciegos regido por un tuerto, al que el Señor le conserve la vista que tiene, ya que la educación nunca se la concedió, o a esos que en silla de ruedas o renqueando, quieren hacernos creer que comprar un boleto de lotería te hace más solidario, más digno, menos ruin al cambiar el motivo de la adquisición. Nada de eso. Comprar lotería, de cualquier tipo, es caer en la ilusión de la riqueza fácil. Por eso se compra, no hay ningún otro motivo.