En la finca en la que
yo vivo hay tres o cuatro excelentes músicos, y muchas y bellas
personas. Una noche de Nochebuena de hace unos cuantos años,
mientras me estaba preparando la cena, a uno de estos músicos se le
ocurrió una idea genial, que se ha convertido ya en un rito: salió
a su pasillo, y desde allí, con su bonito saxofón, tras un breve
preludio para llamar la atención, nos tocó Noche de paz. La canción
me supo a gloria. El saxofón sonaba de maravilla. Me recordó mi
primer viaje a París, cuando, caminando por las galerías del metro,
oí las notas de un melancólico acordeón. Me detuve entonces. La
gente se apresuraba a mi alrededor. Yo me quedé quieto, concentrado
en la música. Al igual que entonces de caminar, dejé ahora los
fogones en cuanto oí las primeras notas del saxo; y salí al
descansillo para oírlo mejor. Allí coincidí con otros vecinos.
Cuando terminó la canción, y nos íbamos a felicitar, el vecino que
toca el violín, de un piso más bajo, se arrancó con la misma pieza
navideña; y cuando terminó él le contestó el trompeta del piso
tercero. Fue una delicia. El mejor regalo que me han hecho nunca en
Navidades. Terminamos todos estrechándonos las manos y
felicitándonos de un piso a otro. La finca se llenó de música,
felicitaciones y risas.
No recuerdo qué rey o
vecino griego puso en venta un campo suyo. El precio que pedía era
muy elevado, excesivo; y al preguntarle a qué se debía ello,
contestó que al hecho de tener unos buenos vecinos.
Yo, por desgracia, no
sé tocar ningún instrumento, y todos vosotros, lectores y amigos,
estáis demasiado lejos para oírme. Lo único que sé hacer es
amontonar palabras, como Zeus amontonaba nubes. Así que con esas
palabras, a falta de algo mejor, os deseo unas felices fiestas y
próspero año nuevo. Y que los dioses derramen toda la felicidad del
mundo sobre vuestras cabezas y corazones. Felicidades.