Entonces, ¿qué
puedo temer, si después de la muerte voy a dejar de ser desgraciado
o incluso voy a ser feliz?
Cicerón.
Sobre
la vejez.
La otra tarde, cansado
de leer, y sabiendo que ninguna película tenía el más mínimo
interés para mí, el teatro de cierta calidad hace tiempo que dejó
de existir, me fui a pasear por una larguísima avenida. De joven me
relajaba mucho hacer cualquier tipo de deporte, aunque siempre mostré
preferencia por el ciclismo. Quizás porque cuanto más pesadamente
ascendía una montaña, más disfrutaba de los paisajes y del olor de
la tierra. Ahora me relaja caminar. Hasta hace poco, cogía el coche
y me iba en busca de apartados caminos rurales. Actualmente he
renunciado a conducir, cosa, por otra parte, que nunca me ha gustado
mucho. La bicicleta, sí.
Hacía una tarde
magnífica: bastante frío, pero con un poco de sol, que se iba
retirando rápidamente. El paisaje era típicamente navideño: en el
cielo, por occidente, había varias nubes alargadas, rasgadas, rojas
y negras; la luna, muy mortecina, comenzaba a brillar en lo alto; y
el suelo estaba lleno de hojas amarillentas y algo húmedo. No sé
porqué, quizás porque así estaba escrito, tras una larga caminata
me senté, yo que no soy nada dado a hacerlo, en un banquito de
madera de un solitario parque. Frente a mí tenía un par de
raquíticos árboles y dos columpios que añoraban los vaivenes y las
risas de los niños. Me rodeaba un silencio maravilloso. Me
encasqueté el gorro de lana, metí las enguantadas manos en los
bolsillos y estiré las piernas todo cuanto puede. Me encontraba muy
bien. Los ojos todavía me dolían después de tantas horas de
lectura. Los cerré durante unos segundos. Los segundos debieron de
convertirse en minutos, pues al cabo de un tiempo alguien me zarandeó
por los hombros.
-¿Se encuentra usted
bien? -me preguntó una persona de mi misma edad, año arriba o año
abajo, y tan abrigado como iba yo.
-Sí, sí -respondí
sonriendo-. Me he debido de quedar dormido.
-Yo lo he visto ahí
tan quieto que me he asustado un poco. Porque, claro, con el frío
que hace no es para dormirse aquí.
-Sí, tiene usted
razón, se lo agradezco.
-Se debe haber quedado
helado. Vamos al bar: lo invito a un café con leche.
Lo miré de arriba
abajo por si le había dado la impresión a aquel señor de ser yo un
pobre o un miserable. Pese a que no me había arreglado mucho para
salir de casa, creí que distaba algo de parecer una persona
necesitada. Luego recordé que era Nochebuena, y que en ese día todo
el mundo se cree en la obligación de ser bueno y educado. Más vale
eso que la indiferencia cotidiana, desde luego. Además, me pareció
una buena idea aceptar una invitación. A veces la vida tiene
sorpresas agradables. Y aquella, no hay duda, fue una.
En el bar, vacío a
aquellas horas, cosa que no me sorprendió, hacía calor. Nos
despojamos de gorras y guantes. Y mi cuidador, Miguel Pérez de
nombre, pidió un par de cafés con leche, con sacarina, claro.
-Me ha dicho el
camarero -me explicó sentándose a la mesa- que van a cerrar dentro
de una media hora. ¿Sabe -me preguntó todavía no muy convencido de
mi perfecto estado de salud- que hoy es Nochebuena, no?
-Sí, claro que lo sé
-respondí sonriendo.
-¿Y no lo espera nadie
para cenar? -preguntó con un cierto temor a parecer indiscreto.
-No -le dije sin
abandonar mi sonrisa-. Estoy solo, por decirlo de alguna manera.
-¿Cómo que por
decirlo de alguna manera? -me espetó un tanto enfadado-. En esta
vida o se está solo o no se está solo -afirmó con cara de enfado,
sin duda por haberme cogido en falta. O eso creyó él.
-Pues entonces yo no
estoy solo -concluí sonriendo.
-¿No me ha dicho que
no va a cenar con nadie? -me preguntó ya no sabiendo si le estaba
tomando el pelo, o si me había quedado dormido en el banquito porque
padecía algún transtorno psíquico o emocional, o sufría el famoso
mal de alzheimer.
-¿A usted no le ha
pasado nunca -inquirí yo a mi vez- estar solo y sentirse totalmente
acompañado?
-Sí; pero cuando me
sucede eso -respondió apretando con sus dos manos el tazón de
humeante café con leche- todavía me encuentro más solo que antes.
-A mí no, a mí me
sucede todo lo contrario. Y no sé por qué durante estos días tan
plomizos, de tanto frío, y, aparentemente tan tristes, es cuando más
acompañado me siento. Hay momentos en los que el corazón me rebosa
de felicidad.
-¿Estando solo?
-Sí, estando solo.
-Lo admiro -dijo
clavándome los ojos como si deseara introducirse dentro de mi
corazón-. Yo no puedo con la soledad. Yo no podría, como usted
-dijo vacilante, como si temiera ser indiscreto o meterse donde no le
importaba- cenar solo. Nunca he soportado cenar o comer solo. Ha sido
ese el gran terror de mi vida. Cuando me casé no hacía sino rezar,
es un decir, para que no se muriera mi mujer ni ninguno de mis hijos.
No soportaría tener una vejez sin ellos.
-¿Y lo ha conseguido?
-pregunté yo con valentía tras beber un sorbo de mi café con
leche.
-No, no lo he
conseguido -respondió enfadado-. Alguien me dijo una vez que a las
personas nos suele suceder aquello que tememos. Y debe de ser cierto
porque a mí me ha sucedido todo cuanto temía.
-Lo siento -dije un
poco asustado, pues si algo no me apetecía nada era cenar con nadie,
y menos con un desconocido. Entonces sí que se hubiera cebado la
soledad sobre mí.
-Pero no, no voy a
cenar solo -espetó como si hubiera leído mis pensamientos-. Voy a
cenar con mi hijo y su mujer. Esta no me puede ni ver, ¿sabe? No
hace más que soltarme pullas y miradas... Me da lo mismo: cenaré
con ellos, estaré un tiempo con mi nieto, y hasta mañana... Es
triste la vejez, ¿no le parece?
-No especialmente
-respondí respirando aliviado al conocer sus planes-. Tengo que
confesarle -añadí a fin de no herirlo- que yo llevo solo toda la
vida. Mi mujer -le expliqué sonriendo- me dejó a los pocos años de
habernos casado, y ya no ha habido otra. Ni tampoco muchos deseos de
que hubiera, la verdad.
-Yo no podría. No
puedo vivir solo. Eso de llegar a casa y que no haya nadie... Es muy
triste no poder comentar cómo ha ido al día, qué ha sucedido,
buscar algún alivio y tener a alguien que, por regla general, te da
la razón, o te dice dos tonterías y te suaviza de los sinsabores.
-Yo creo que a todo se
acostumbra uno. Sabiendo, por ejemplo, que no se tiene ese apoyo, se
busca interiormente. Es como la sangre: ante una herida fabrica sus
propios anticuerpos.
-Pero a veces, y usted
lo sabe, hacen falta las medicinas. Estas suelen ser bastante
eficaces. Además, el hombre está hecho para vivir en compañía. No
es bueno que el hombre esté solo, se dice en algún lugar de la
Biblia.
-Sí, pero ni Dios ni
su santo hijo se casaron. Y hay que predicar con el ejemplo.
-Es que ellos no son
hombres.
-Ante
eso me callo. Tiene usted razón. Pero también están los santos, y
los frailes -añadí en tanto mi compañero daba ligeras muestras de
duda-. A mí -dije deseando alargar la conversación, pues me estaba
divirtiendo- siempre me ha atraído la religión. Me hubiera gustado
mucho ser un monje medieval. ¿Ha visto usted la película El
nombre de la rosa? Creo
que yo hubiera sido muy feliz en un lugar como la abadía donde se
desarrolla la película, siendo capaz de cantar gregoriano,
dedicándome a leer, investigar, recopilar libros... La otra parte de
la historia ya no me gusta tanto.
-¿Y por qué no se
mete en una de esas abadías?
-No tengo fe. No soy
creyente.
-Yo tampoco -me dijo
con cara de resignación- ¿Y no le parece que eso, a nuestra, edad
es una desgracia? -me preguntó con rostro angustiado-. Estamos cerca
de la muerte. De la vida ya no podemos esperar nada, o casi nada.
-No creo que sea una
desgracia especial. Alguna vez, hace siglos de ello, fui creyente.
Luego perdí la fe; y ahora me parecería una hipocresía total
aferrarme a mis antiguas creencias por miedo a la muerte, o a un
hipotético castigo divino. No temo a la muerte. Y no creo haber
hecho nada para que nadie me castigue. Aunque esto, desde luego, lo
creen hasta los criminales más fieros.
-Yo, sin embargo, creo
que algo tiene que haber. No es posible que vengamos y nos vayamos
así sin más. Sería absurdo. ¿Para qué si no tanto padecer?
-Las cosas no tienen
porqué tener una finalidad. Suceden porque sí, y ya está. No hay
más. Como este encuentro -pensé.
-No, no; tiene que
haber algo más. Una justicia que premie a unos y castigue a otros.
-Me parece muy poco
probable. Además, ¿quién es capaz de juzgar a un hombre?
-¡Ah! ¡No me
fastidie! Es usted un pobre idealista -exclamó con cara de pocos
amigos.
-Sí, tal vez tenga
usted razón. Pero si no nos juzgáramos los unos a los otros, es
posible que las cosas fueran un poco mejor. Reconocerá usted que
siempre que juzgamos a otro, nos ponemos nosotros, aun distando mucho
de serlo, como la norma de conducta a seguir.
-¿Cómo es posible -me
preguntó mi compañero, que se enfadaba por momentos- que diga usted
que no es creyente y me salga con situaciones sacadas de la Biblia.
-¿A qué se refiere?
-pregunté un tanto perplejo.
-Pues a eso de no
juzguéis y no seréis juzgados.
-Vaya -dije asombrado-,
no me había percatado. De todas formas, yo no lo decía en ese
sentido. Le estaba confesando la imposibilidad de llegar a conocer a
un semejante.
-Me imagino que me
reconocerá que hay casos y casos. Yo, al menos, no dudaría ni por
instante en matar a ciertos personajes.
-Tal vez tampoco lo
dudara yo. Aunque creo que no conseguiríamos nada; nuestro crimen, o
acto de justicia, llámelo como quiera, no serviría de nada. Sería
totalmente inútil.
-Si alguien hubiese
matado a Hitler, por ejemplo, nos hubiéramos ahorrado millones de
vidas humanas.
-Tal vez si no hubiera
aparecido Hitler, hubiese aparecido otro. Y la gente lo hubiera
seguido, por ignorancia o por fanatismo, como quiera; pero lo hubiera
seguido.
-Eso es fatalismo. Y yo
eso no lo puedo aceptar.
-¿Usted cree que el
hombre ha variado en los miles de años que llevamos sobre la tierra?
¿Usted cree que el hombre actual es más honesto que el de
Atapuerca? Hemos mejorado la capacidad para matar y destruir, desde
luego. Pero en ningún momento hemos aumentado la capacidad para ser
más virtuosos. O mejores, si usted quiere.
-Creo que somos mejores
que nuestros antepasados. Y por una razón muy sencilla: por lo
confortable de nuestra vida. Una vida cómoda hace a la gente más
pacífica y mejor.
-Si es capaz de
mantenerse en los límites del pasable bienestar, sí; pero poca
gente, y más si tienen algún poder, actúan de esa forma. ¿No le
parece curioso? Todos estamos satisfechos con nuestra manera de ser;
nos creemos casi perfectos, normas a seguir; pero, al mismo tiempo,
mal pagados y nada reconocidos. Así que, en cuanto hay oportunidad,
todos robamos y delinquimos. Y contra más se tiene, más se desea.
Porque todos creemos que nos merecemos algo mejor de lo que tenemos.
-En eso tiene usted
razón, aunque yo nunca he robado nada. Pero también es bueno que el
hombre ambicione cosas.
-¿Todas? Está bien
desear un estatus mejor, pero no a costa de perjudicar al prójimo.
Aunque sería mejor desear una mayor virtud.
-Yo no he dicho eso.
Guardamos silencio
durante unos instantes. Miré al camarero en espera de que nos
hiciera una seña para levantarnos e irnos. Acababa de entrar una
pareja. Los atendió amablemente. Me hice el ánimo y seguí
hablando:
-La otra tarde, y esto
son reflexiones de un anciano...
-Lo que somos -me
interrumpió mi compañero.
-Efectivamente, lo que
somos -afirmé-. La otra tarde, como le estaba diciendo, paseando por
un parque similar a este, vi a una paloma coja caminando por la
acera. Un gato negro y malcarado la espiaba. Hizo un primer intento
de atacarla. La paloma emprendió un breve vuelo y se alejó unos
cuantos metros posándose de nuevo en el suelo. El gato se volvió a
acercar. La paloma, con total inocencia, le dio la espalda caminando
como si nada hubiera sucedido. El gato se agazapó, y la paloma se
volvió a alejar unos metros más.
-No me parece una
actitud muy inteligente, ¿qué quiere que le diga?
-Probablemente tenga
usted razón. No sé cómo terminaría la historia. Pero me llamó la
atención: la paloma no tenía miedo, o parecía no tener miedo. Se
me ocurrió pensar entonces que tal vez muchas de las cosas que
hacemos los humanos estén motivadas por el miedo. No sé, miedo a
pasar hambre, a no tener dinero...
-Me está recordando
usted la historia de aquel náufrago que, rescatado de las montañas,
al cabo de varias semanas, durante la travesía del barco se dedicó
a robar galletas y a esconderlas en su camarote. Tanta fue la hambre
que pasó durante aquellos días de naufragio. Pero eso, como usted
comprenderá, no me justifica la corrupción ni a los ladrones.
-Yo no trato de
justificar nada. No es eso lo que quiero hacer. Me pareció curioso.
El hombre hubiese matado al gato...
-Es lo lógico.
-Sí, es lo lógico. Y
se hubiera declarado la guerra entre las palomas y los gatos. También
lógico. Por eso mismo estoy tan contento y satisfecho de tener ya la
edad que tengo. Sí, dentro de poco me moriré, afortunadamente. Y me
voy muy agradecido por no haber tenido que participar en ninguna
guerra, en ninguna persecución ni en ninguna matanza.
Durante unos segundos
permanecimos en silencio. Nuestras tazas estaban vacías hacía
tiempo. La pareja que entró después de hacerlo nosotros ya estaba
pagando. El camarero, entonces, nos hizo la consabida seña. Nos
levantamos. Pedí una botella de agua. Mi compañero se empeñó en
invitarme.
-Una última pregunta
-me dijo ya en la calle, donde volvimos a encasquetarnos gorros y
guantes-. ¿Cómo perdió usted la fe?
-Buena pregunta -dije
sonriendo-. ¿Hacía dónde va usted?
-Me quedo en esta misma
calle, un poco más hacia dentro. ¿Y usted?
-Tengo que salir a la
avenida y llegar al final de ella.
-Todavía tiene una
buena caminata. No lo entretengo más. Al fin y al cabo la mía ha
sido una pregunta impertinente.
-Lo acompaño a usted
hacia su casa. A mí no me espera nadie. -Lo cogí del brazo y lo
obligué a caminar-. No, su pregunta no es impertinente. Pero es
larga y compleja de contestar. Digamos, para resumir, que no me
interesan aquellas religiones y sistemas filosóficos que se ponen
muy por encima del hombre. Las cosas imposibles hacen que el hombre
se sienta impotente y desgraciado. Y no me parece que sea esa una
buena meta. Me ha pasado con el cristianismo lo mismo que me sucedió
con el estoicismo. Ni he podido amar a mis enemigos, y eso que he
tenido pocos, ni he llegado a la ataraxia. A veces tengo terribles
momentos de depresión y lanzo maldiciones a diestro y siniestro. No
sirve de nada. Ya no tiene importancia ni el éxito ni el fracaso...
Ahora me conformo con no molestar a nadie, y con procurar estar solo
para no airarme con mis convecinos.
-Estoy por decirle a mi
hijo que no me esperen, y por irme a cenar con usted.
-No, no lo haga. Y no
se lo tome a mal; pero yo estoy mejor solo. Me gusta mucho la
soledad. Aunque ha sido un placer hablar con usted.
Se puso frente a mí,
se acercó a una puerta y llamó a un timbre. Entonces me tendió la
mano derecha libre de su guante. Me quité el mío y estreché con la
mía la mano que me tendía.
-Felices fiestas -le
dije-, y muchas gracias por la invitación. Y no se enfade con su
nuera: piense que son pocas las Navidades que nos quedan. Déjela. Mi
madre siempre me decía que no hay mejor desprecio que no hacer
aprecio.
-Sí, es un buen
consejo. Lo eguiré. Gracias a usted por su compañía y felices
fiestas. Y no se quede dormido por ahí.
Prometí hacerle caso.
Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Yo volví a pasar por
el banquito en el que me sentara. Ahora ya no lo hice. Todavía me
quedaba una buena caminata hasta llegar a mi casa. Y no quería ver a
palomas ni a gatos.