. Se aceptaba una disyunción entre el mundo humano y el mundo
natural, la ciencia exigía demostración empírica, el mundo estaba lleno de
objetos que corroboraban la objetividad del sujeto. La realidad era claramente
precisable, pues tenía sustancia, lo real era autónomo, estaba allí como
esencia. La diferenciación entre esta sustancia llamada realidad y las
apariencias era clara y precisa. Esa realidad provenía de la historia, es
decir, de una existencia. En pocas
palabras, fuera de la historia no había nada a no ser especulación.
Ya he dicho en otra parte (Por El país del
hombre-Primera lectura del nuevo milenio, Editorial Ala de cuervo, Caracas,
2002) que el ansia de saber se fue trasladando desde lo epistemológico hacia la
hermenéutica, esto es, se volcó a la interpretación de los textos. Para decirlo
de otra manera, el objetivismo cientifista fue echado en el saco del pasado.
Ya Nietzsche había descrito al mundo como
apariencia. Desde ese mismo momento se había insertado la idea de que la
realidad no era más que un conjunto de interpretaciones humanas. En otras
palabras, la especulación estética se alza como la única manera de preservación
del hombre, de evitar la muerte que lo acechaba y lo acecha, puesto que lo
humano sólo es sustentable en el arte y el único superviviente posible es el
hombre-cultura.
La “realidad” de lo “real” es hoy cosa muy
distinta. Estamos inmersos en el afán de la desaparición y, por ende, lo que
hemos hasta ahora denominado significaciones retrocede a un segundo plano. Esta
situación es perfectamente definida por Baudrillard como “teoría de la
simulación” o “patafísica de la otredad”
Junto a Foucault, a pesar de las diferencias
entre ambos, queda claro que entramos en una situación definible como alteridad
radical producto directo de la desaparición. El otro comienza a convertirse en
nada. El mundo que comienza a emerger conlleva a lo que es hoy patente, tal
como también lo he dicho en otra parte (ibid), a un total desencuentro, donde
lo importante es que el otro está lejos, la incomunicabilidad se torna total y
la sola presencia es la de la pantalla. Si la realidad era un conjunto de
interpretaciones humanas ahora se impregna de extrañeza y esas interpretaciones
se ahogan en su propia impotencia. La “realidad” ha girado sobre sí misma,
queda consumado el vértigo, y ha desaparecido.
La desaparición de la realidad tiene que ver
con la muerte del hombre, claro está, forma parte integral del drama, pero no
son la misma cosa. La desaparición no tiene que ver con muerte, ni siquiera con
una detención de la vida que, al fin y al cabo, no es más que repetición. A lo
que ahora asistimos es al amoldamiento de lo real a la forma. Estamos dándole
la vuelta a la bolsa, esto es, el mundo se ha desrealizado, la ausencia es la
norma, la única hipótesis del hombre pasa a ser la forma. Ya estamos ausentes.
La comunicación humana se reduce a
buscar lo que el otro no es.
La civilización de los massmedia es en sí
misma una representación. La noticia murió para dejar paso al show, a la
apariencia. Al ver en directo el suceso todo se convierte en representación, en
una momentánea y efímera, que se marcha apenas mostrada. Un viejo texto
criticado y olvidado, “La sociedad del espectáculo” de Guy Debord, nos dice que
frente a la pantalla contemplamos la vida de las mercancías en lugar de vivir en primera persona.
Esta ha sido definida como la civilización
del espectáculo y, sin lugar a dudas, lo es. Quizás el inicio de una
explicación del porqué esté en la primacía de las mercancías en una sociedad
que las produce pero sobre la cual se devuelven a devorarla. Es obvio que esta
también llamada civilización de la imagen conduzca a la muerte de la realidad.
La imagen se ha aposentado sobre la realidad, la ha asesinado, tal vez porque
como decía Feurbarch “nuestro mundo prefiere la copia al original”.
Ahora bien, es necesario precisar que el
espectáculo es una formación histórico-social. El proceso ha pasado por un
alejamiento del espectáculo de la realidad y por la eliminación de todo espacio
de conciencia crítica y de toda posibilidad de desmitificación. El espectáculo
se convirtió en sí mismo y se hizo imagen. Entramos, así, en la era de lo
virtual. El simulacro es la nueva “realidad”, una sin sustancia. La realidad
encontró el método para la evaporación en los medios de comunicación, en la
tecnología, en los microchips. Cuando vemos la transmisión en directo de un
suceso cualquiera a lo que estamos asistiendo es al paso de un meteorito
errático en un espacio vacío. Por supuesto que todo va acompañado de otra
desaparición, la del pensamiento. De allí la crisis de la literatura, para
decirlo. Ello porque la civilización de la imagen nos sobresatura, acumula
sobre nosotros tal cantidad que no acumula nada, esto es, la acumulación se
autodevora como un disco duro de computadora infectado por un virus. La
respuesta es el vacío y la desaparición del pensamiento. El resultado: el
hombre mismo se convierte en imagen, por no decir en una sombra.