La falta de interés que evidencian nuestros gobernantes
hacia la actividad artística y cultural es, desde siempre, asaz notoria; basta
escuchar sus declaraciones y sus propuestas en la materia –—que más bien son
ocurrencias–— para comprender que toman el asunto como simple “ornamento” o bien
como fuente de “entretenimiento” popular, en ciertos momentos en que precisan
distraer la atención pública para soslayar alguna eventualidad “incómoda”.
Conocemos de primera mano las dificultades
que enfrentan numerosos artistas, en especial los ancianos y enfermos, quienes en
el tramo final de su existencia padecen una agobiante situación económica tras
dedicar muchas décadas a compartirnos los frutos de su esfuerzo creativo. Como
un ejemplo de tantos, me viene ahora mismo a la mente el triste caso de un
pintor de avanzada edad que requería ser operado con urgencia de la vesícula,
pero al no contar con recursos ni seguro médico o con la amistad de algún alto
funcionario, debió soportar durante más de un año dolores inenarrables, mientras
tocaba puertas que jamás se abrían, sintiéndose en el más completo abandono.
Resulta difícil de creer –—o quizá no tanto,
si tomamos en cuenta que buena parte de la población sufre idénticos problemas–—
que quienes son capaces de materializar su pensamiento en magia y belleza sobre
el lienzo, la piedra o el papel, de traducir sus muchos años de estudio en
melodías o expresión del cuerpo, de producir emociones intensas en los espectadores
de cualquier edad y condición, carezcan de apoyo médico y pensiones de vejez, mientras
en el otro fiel de la balanza contemplamos los regodeos impunes de muchos funcionarios
encargados del rubro que cobran altos sueldos –—producto de los impuestos de
todos, por supuesto— y realizan los gastos más escandalosos que podamos
imaginar… a costa del erario público.
Se trata de funcionarios sin preparación ni
vocación que —no lo afirmo yo, sino los propios artistas— suelen ser ineptos e
improvisados, y carecen de la mínima noción sobre los complejos mecanismos del ámbito
en que se hallan comisionados y en el cual, se supone, deberían desarrollar una tarea lo más responsable y ética posible. Mas, por el contrario, muchos de ellos ni
siquiera se esfuerzan por ocultar su falta de preparación: bastaría con revisar
sus cuentas de Facebook o Twitter para comprobar que su ortografía y redacción
dejan tanto que desear como su desempeño laboral.
Recuerdo en este punto una entrevista que decidí
realizar a la recién nombrada directora de una galería local de arte contemporáneo,
para conocer los proyectos inmediatos y futuros de ese recinto cultural. Para
mi asombro, la susodicha dama, hija de una prominente figura del llamado “cuarto poder”, me espetó,
con desparpajo y sin ambages —por supuesto, off
the record—: “Me vas a tener que arreglar un poquito las respuestas que te
di, mijita, porque yo, la verdad, de arte no sé nada…”.
El respaldo de algún familiar influyente o la
amistad con algún político en activo es la fórmula mágica para que estas
personas accedan a cargos donde cobran salarios insultantes —en comparación con
los que percibe la mayor parte de la población— a cambio de ofrecer nulos
resultados; peor aún, ya instalados en el cargo, se permiten actuar de manera
prepotente y grosera no solamente con sus colaboradores y subordinados, sino
también con los protagonistas de la cultura y con el público mismo, olvidando
que trabajan para un pueblo que paga su salario y merece disfrutar las
manifestaciones artísticas y culturales que, se entiende, han de estar
contempladas en el presupuesto. Sin discernir que la ética los obliga a
desempeñarse con un mínimo de eficiencia, únicamente aprovechan el cargo para
bien vivir. He ahí su principal objetivo.
¿El resultado? Lo que se ve, no se oculta: un escasísimo público para las artes —los espacios culturales no suelen estar concurridos más que en ciertas inauguraciones o eventos señalados— y un alto porcentaje de la población absolutamente desinteresado tanto en la lectura como en sus propias tradiciones, en una época aciaga en que la globalización amenaza con anular cualquier vestigio de un pasado glorioso como el nuestro, en un momento en que la ignorancia y la insensibilidad son los principales enemigos a vencer. Y ello se podría lograr, entendemos, gracias a esa luz esencial que aporta la experimentación de vivencias edificantes.
El descuido que muestran por su oficio las
autoridades culturales obliga a buena parte de los artistas a efectuar su
trabajo de manera independiente para ir sobreviviendo, para “irla pasando” nada
más, como ellos lo expresan, o bien —y esto por lo general
solamente lo hacen los más jóvenes y osados— deben optar por la
búsqueda de horizontes más promisorios.
Claro que los más no hacen alharaca para no
quedar mal con aquellos funcionarios del área cultural que les pueden brindar,
en un momento dado, alguna clase de apoyo o beca, que muchas veces les conceden
casi en calidad de limosna. Otros acaban por convencerse, al no ser tomados en
cuenta jamás, de que tal vez su trabajo no vale la pena; entonces la desilusión empieza a mermar su
autoestima y, por ende, su producción individual, así como su economía, de por
sí exigua.
La comunidad artística y
cultural, aquellos que son portadores de la sapiencia y experiencia precisas
para irradiar los bienes del espíritu, de esas expresiones que provienen de lo
íntimo de la esencia humana, deberían exigir una mayor
inversión en los rubros educativo y cultural, así como la generación de
mecanismos eficientes para forjar públicos interesados en las diversas
disciplinas creativas.
Insisto siempre en la
necesidad de que los museos, galerías, teatros los centros culturales
en general, se coordinen con la Secretaría de Educación, para que los niños y
jóvenes efectúen visitas periódicas, como parte del programa educativo, a esos
recintos donde podrían descubrir otros mundos de un solo vistazo al asistir a funciones
teatrales y dancísticas, conciertos, proyecciones cinematográficas, exposiciones pictóricas, escultóricas, de grabado o cerámica, a presentaciones de libros y otras numerosas
actividades que enriquecerían notablemente su formación.
En el mismo tenor, los
creadores deberían pugnar para que se les faciliten los medios que les permitan
ofrendar la mayor calidad posible a un público espectador que hoy,
desafortunadamente, es más bien proclive a embrutecerse con la basura
televisiva, y sobre todo exigir que los funcionarios culturales cuenten con una
preparación adecuada para manejar con decoro el importante cometido que les ha
sido asignado. Lo menos que se les puede pedir, creo yo, es que cumplan su
encargo con eficacia y, también, con cierta dosis de humildad, que todo es
necesario…
La cultura no debería ser
considerada por el gobierno como un simple adorno, sino como un puntal decisivo
para el ennoblecimiento y progreso de los pueblos; hoy más que nunca, urgen herramientas contundentes para combatir los efectos de la violencia que nos rodea por todas
partes y amaga con rebasar todos los límites. Ya se ha hablado hasta el cansancio de la conveniencia de invertir más en
educación y cultura, y menos en cárceles, soldados y armamento.
Sin embargo, los continuos recortes
al presupuesto destinado a la actividad cultural no hacen más que evidenciar la
poca importancia que nuestros gobiernos conceden a lo que debería ser materia prioritaria.
Su estrechez de miras les impide hacer lo que deberían… Aunque, pensándolo mejor,
tal vez no se trate de simple descuido, insensibilidad o ignorancia, sino de una
acción premeditada para obstaculizar el desarrollo del pensamiento colectivo. Ya
se sabe: el pueblo adormecido es más fácil de “manejar”, explotar y... esquilmar.