Crudas reflexiones

La única huida y purificación es llegar a ser uno completamente autosuficiente y no necesitar de nada ni de nadie. Plutarco, El banquete de los siete sabios.

 

. Plutarco, El banquete de los siete sabios.

Estando, a la fuerza, en casa de un compañero, me envió, a través del móvil, un mensaje mi querido vecino de la puerta 33. El encargo hecho entre los dos, un buen pedido de comida a un supermercado, ya lo había recibido. Podía pasar a recogerlo en cuanto quisiera o pudiera. Ante mi compañero, y su mujer, hice bien ostensible el mensaje del móvil y su urgencia. Debía marcharme lo más pronto posible. Lo hice sin más y con gran alivio de mi persona.

-Cada día entiendo menos a la gente -le dije a mi vecino tras saludarlo y aceptar la copa de vino-. Las personas, algunas, hacen cosas verdaderamente absurdas, sin ningún sentido. Salvo el de reafirmar sus pobres y necias existencias.

-Eso, creo, lo ha puesto bien de manifiesto la famosa pandemia.

-Tengo un compañero -conté- nada especial. Bastante necio, diría yo. Apenas si tengo relación con él. Me enteré, sin embargo, de que tiene un libro que me interesa. Se lo pedí. Y en vez de traérmelo o negármelo, no sé a santo de qué, se ha empeñado en llevarme a su casa y prestármelo allí. Delante de su mujer. Algo similar me sucedió con otro personaje cuando estaba haciendo la tesis. De locos.

-¿Ha sucedido algo relevante en la casa de ese compañero?

-Nada. He conocido a su pareja, o mujer, no sé si están casados o no, y nada más.

-¿Y cómo es ella?

-Igual que él.

-Como diría Sancho Panza, “Dos que se acuestan en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición”.

-Hasta que el divorcio los separe.

-Efectivamente. Porque a la muerte, si no es repentina, no llegan. Aunque nunca se sabe. Las necedades son como las malas hierbas. ¿Y le ha prestado el libro al final?

-Sí; pero me ha puesto tantas objeciones, estaba disfrutando tanto con las tonterías y bobadas dichas en torno al dichoso libro, al favor que me estaba haciendo, y a varias ocurrencias más, que lo he dejado sobre la mesa, y me he marchado. Ya lo conseguiré por otros medios.

-No debe de ser muy feliz ese hombre. Como casi todos los desgraciados seres de esta triste sociedad, por otra parte.

-¿Qué quiere decir? ¿Adónde quiere llegar?

-A ningún sitio. No quiero llegar a ningún sitio. La gente feliz, educada y solidaria, no suele ir por la vida poniendo pegas, recriminando a unos y a otros, ni haciendo valer sus míseros favores. Por el contrario, si considera que debe decir algo, lo dice con dulzura y sin malos modos. Lo mismo si puede hacer un favor prestando un libro o una libreta… La dichosa pandemia, como le dije, ha hecho brotar guardianes de la galaxia hasta de las alcantarillas. Se ha creado un bonito clima de histeria.

-En eso tiene razón. El compañero éste, el del libro, me ha hecho ir todo el tiempo con la mascarilla. En su casa, los tres, él, su mujer y yo, hemos estado con la mascarilla puesta en tanto estábamos juntos. He hecho amago de quitármela, y ella se ha puesto como una loca. Ahora bien: había mascarillas utilizadas en los estantes de las librerías, sobre la mesa del comedor, y vaya usted a saber por qué otros lugares.

-Sociedad de necios y de apariencias. Lo mejor que se puede hacer en esta vida es fabricarse una pequeña isla, como esta nuestra, defenderla, y no dejar entrar a ninguna hidra ni planta venenosa.

-Difícil rehuir a la gente.

-A una determinada edad no es tan complicado. O cuando uno se ha pasado toda la vida entrenándose para ello. Es mi caso.

-Me recuerda usted un poema de Kavafis. ¿Conoce a este poeta?

-No. Yo de literatura griega estoy más bien en babia.

-Fue un poeta del siglo XX.

-He oído hablar de él, pero no he leído nada suyo. Dejemos ahora la poesía de lado. A lo que íbamos: el otro día, a mitad de mañana, me apeteció salir a dar una vuelta por el barrio. En la puerta del patio coincidí con varios vecinos. Los saludé. Salimos a la calle, y me hicieron partícipe de la conversación. Uno, no sé en qué puerta vive, con unas gafas como un culo de botella, estaba contando que el otro día fue a un supermercado a comprar. Este hombre es mayor que yo. Dijo que se le empañaron las gafas, se le había pasado el efecto de esos limpiadores de vaho, y se bajó la mascarilla para coger un producto. En eso lo vio uno de los empleados, el típico necio, contó, al que un botón dorado en una bocamanga le hace creer que es mariscal de campo o poco menos. Se puso a gritarle como un loco. El vecino se excusó alegando no ver. El otro se puso delante del carro de la compra, ya lo tenía todo, no había nadie, y estaba a dos metros de la caja, diciendo que o se ponía la mascarilla o no sacaba la compra de allí. El vecino se percató enseguida de que aquello era una cuestión de esas pequeñas bolitas, siempre en la sombra, que forman el órgano de volición de muchos ciudadanos, que no de salud pública. Dejó el carro, lo mandó a la mierda, y se fue a otro supermercado.

-Increíble.

-Un pobre hombre. Un necio con un botón de latón en la bocamanga. Imagino que debe de ser bastante desgraciado. Y a eso me refería antes: una persona feliz y contenta no le habla así a un semejante. Lo primero hubiera sido ayudarle, darle el producto que buscaba. Pero no, el pobre empleado iba a lo que iba.

-¿Y no lo denunció el vecino?

-Dijo que no valía la pena meterse en zarandajas por semejante individuo. Abundan además estos personajes. Hay legiones. Argumentó que no quería que tiraran a nadie del trabajo por su culpa. La situación no está nada bien. Y una persona así lo tiene todavía más difícil para lograr un empleo. No vale la pena. Dejó de ir a comprar a ese supermercado y en paz. Ahora, al igual que nosotros, hace la compra a través del teléfono. Lo califica esto como el gran descubrimiento. Y aquí está la solución de la propia ciudad a la pesadilla generada por ella: hoy se puede comprar de todo a través del móvil, sin moverse de casa, sin ver a nadie. Hasta un piano le pueden traer.

-Desde luego. Al final, el sueño aquel de la ciudad, la polis bien gobernada, la armonía, etc, etc, no ha sido más que una utopía. La famosa frase de Aristóteles, además, “el hombre es un ser sociable” se está transformando en “vivir en sociedad es una pesadilla”. Máxime en tiempos de histeria colectiva.

-Estuve reflexionando sobre el caso. La vida se ha hecho muy compleja, demasiado. Tenemos muchísimas cosas. Y cada una depende de una persona en concreto: lavadoras, frigoríficos, televisiones, ascensores, coches… Se puede prescindir de todo esto, y de muchas más cosas.

-Como sabe -le dije- ya se ha intentado varias veces, y lo siguen intentando, vivir fuera de la sociedad. Es complicado por no decirle imposible. En mi pueblo, sin ir más lejos, hay una colonia de personas de ese tipo. No se relacionan con nadie, son autosuficientes, nunca van al pueblo… Pero tienen niños. Y ahí está el gran problema: no tienen derecho a que estos niños no reciban una educación… Los están limitando, marginando.

-Hay una película tan preciosa como inquietante sobre el tema, El bosque, The village, es el título original, de M. Night Shyamalan. Y sí, al final, la protagonista, aunque no abandona su forma de vivir, tiene que pasar algunos peligros, saltar el muro del bosque, ir a la ciudad y conseguir unas medicinas que ellos no poseen. Tiene mucha suerte esta mujer, ciega para más señas: al otro lado del muro, en la ciudad, se encuentra con una buena persona. Le ayuda, le consigue los medicamentos. Ahora bien, es una cosa circunstancial. ¿Qué pasará si vuelve a suceder lo mismo? La gente del bosque está estancada en una forma de vida determinada: no hay estudios de medicina, no hay investigación ni tecnología. Y el mal, de todo cuanto huyen autoexcluyéndose de la ciudad, está entre ellos. Sí, -dijo tras una breve reflexión- quizás estemos obligados a vivir en esta pesadilla fabricada por nosotros mismos.

-Tal vez dependa todo de la actitud que tomemos. Está claro que ni aquí, ni en una de esas colonias, se va a librar nadie de los bestias y maleducados. Por lo tanto, lo mejor es tener el mínimo contacto posible con ellos y con las personas. Pero sin perder de vista que ese contacto nos hace falta. Y que, además, no tenemos porqué renunciar a él. Faltaría más que un grupo de necios no obligaran a vivir en soledad. No. Y es curioso: si se percata de la situación, tanto ese vecino de las gafas de culo de botella, como yo, hemos reaccionado igual: él ha dejado la compra en el supermercado, y yo he dejado el libro en casa de aquel impresentable. Hay otras vías. Por lo tanto, ni él se va a morir de hambre, ni yo voy a renunciar a leer dicho libro. Tardaré más o menos, pero lo conseguiré, como ya me sucedió cuando estaba haciendo la tesis. En la biblioteca de la facultad, por ejemplo, o en la municipal, como sucedió entonces. Me haré con él. No lo dude.

-Tiene usted razón. Y creo que también la tengo yo: esta es una sociedad infeliz, desgraciada: necesita ir predicando esto o aquello o poniéndose como ejemplo para sentirse medio viva, o creérselo. Y sí, mariscales de campo tenemos muchos. Pero -añadió sonriendo- también hay buenas personas.

-Ya -dije a mi vez paladeando el vino e intuyendo por donde iba-. Cuente, cuente.

-Esa misma mañana -comenzó sonriendo- tras la conversación con los vecinos, me fui a un parque cercano. No había nadie. Estuve paseando por aquí y por allá. Largo tiempo. Me cansé. Y, cansado, me senté en un banquito. Me faltó muy poco para dormirme. Me despertó una mujer joven. Me preguntó si me encontraba bien. Y se quedó asombrada mirándome: era la hija de una antigua compañera de trabajo. Ella es enfermera. Me reconoció, se sentó conmigo, hablamos. Y antes de salir del jardín, me limpió las gafas con el paño antivaho, me puso bien la mascarilla, y haciendo que me cogiera de su brazo me acompañó hasta casa. Me quedé estupefacto. Qué satisfechos tienen que estar los enfermos a los que ella atienda… La juzgué como una mujer feliz en medio de tanta miseria.

-¿Sabe su dirección? -le pregunté con un toque de ironía- ¿Le ha mandado ya el consabido ramo de rosas?

-Estoy en ello -me dijo riendo de buena gana-. Sí, sé la dirección. Y mañana sin falta le llevarán un ramo de rosas. Faltaría más.

-Va usted a hacer florecer las floristerías.

-¡Ojalá fuera así!

-Sí -dije pues no me resistía a recitarle el poema evocado- todo esto está muy relacionado con el señor Kavafis:

Y si no puedes disponer tu vida como quieres

esto procura al menos conseguir

en lo posible: no vayas a ensuciarla

al frecuente contacto con el mundo,

con charlas y negocios por doquiera.

No vayas a ensuciarla trasladándola,

rondando sin cesar y exponiéndola

a la vulgar locura cotidiana

de tanta relación y compañía

hasta que se convierta en una extraña intrusa1.

-Tenía usted ganas de meter a los griegos en la danza -sentenció.

-Así es.

-Pues brindemos por ellos y su poesía.

-Y por nuestra pequeña isla de paz y sosiego.

-Sea.

1C. P. Cavafis, Poesía completa. Visor libros. Madrid, 2003. Traducción de Anna Pothitou y Rafael Herrera.

UNETE



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