. Maturana, repitiendo su
pregunta fundamental: “qué está vivo”.
Discurrimos en estos
tiempos, cual puntos suspensivos, prisioneros entre los signos de toda
interrogación posible y sin posibilidad de escape a la vida, digna y libre como
respuesta, en tanto “necesidad y temor”, sus feroces carceleros, extraviaron y
adrede, las llaves de todos los cerrojos.
Así, hemos imaginado y
creado toda una infinita gama de respuestas que encuentran la mayoría de veces
un correlato confirmatorio en toda suerte de externalidades; de otro modo, hemos
sido interferidos agresivamente, no solo en la vida humana, personal y
familiar, sino en la social y desde distintos puntos de ataque.
¿Cuál fue el detonante de la
crisis? ¿La reforma tributaria? Sería tanto como dar crédito de verdad absoluta
a que la batalla del Puente de Boyacá que selló el nacimiento de un nuevo país,
tuvo su estopín en la algarabía del 20 de julio, suscitada entre un criollo y
un español y por causa del florero cuyo préstamo fue negado.
La crisis, no es fácil
develarla en su prístino origen, que sin duda alguna es multicausal, pero, lo
que sí tiene grado de verosimilitud es que la pretendida “reforma tributaria”,
no fue tampoco el nuevo “florero de Llorente”, ni la gota que rebosó la copa.
Es cierto que la
Constitución de 1991 en su artículo 37 consagró como derecho fundamental la
“protesta pacífica”, en los términos de: “Toda parte del pueblo puede
reunirse y manifestarse pública y pacíficamente…”; es decir, estamos frente
a un derecho fundamental y no habría discusión respecto de su entidad, pero,
también es sabido que muchos de los derechos fundamentales no son absolutos y
que el legislador puede condicionarlos, pero nunca jamás hasta el punto de
aniquilarlos, extinguirlos o hacerlos ineficaces.
Los hechos violentos y desgraciados
que han significado la muerte o el lesionamiento de seres humanos
[manifestantes, vándalos, policías], el daño no solo al patrimonio económico de
grandes, medianos y pequeños empresarios y dueños de negocios de mera
subsistencia, no tienen justificación de ninguna clase, como tampoco el bloqueo
de vías, la pérdida de alimentos transportados, el desabastecimiento de
ciudades y poblados, el ataque a las misiones médicas, ni la muerte de personas
enfermas y mucho menos la vida del que está por nacer y que muere dentro de una
ambulancia a la que no se le otorga el paso, como tampoco impedir el paso a los
vehículos cisterna que transportan el oxígeno medicinal y los que transportan
leche o combustibles, etc., como tampoco se justifican, nunca jamás, los daños
patrimoniales y extrapatrimoniales causados a bienes privados de grandes,
medianos, pequeños empresarios y de familias en pequeñas unidades económicas, a
los trabajadores y en general a las personas y ciudadanos que no participan
activamente de la protesta.
¿A quién corresponde la
plena garantía que la manifestación pública sea pacífica? Es pregunta cuya
respuesta, al menos, en el contexto de la civilidad y la democracia supone el
acatamiento y el respeto al ordenamiento jurídico, cuya mayor exigencia de
acatamiento y respeto ha de hacerse y ha de recaer sobre cada manifestante
activo.
De lecturas de los varios
teóricos de los modernos “fundamentalismos constitucionales”, [a eso pretenden
llevar los derechos fundamentales] y para el caso del derecho a la
manifestación pública y pacífica en Colombia, es por lo menos necio pretender
vender la imagen que la actual protesta haya surgido por mera civilidad y por
mero y espontáneo contagio del sentir popular corrido a voces entre un
vecindario.
Que hay una organización y
una logística y un alto componente financiero, no deja ninguna duda, como
tampoco queda ninguna duda que son muchísimos más los intereses-motores
que confluyen en la movilización nacional, los cuales no alcanzan a ser
diluidos, ni difuminados bajo las arengas y consignas de causas de justicia
social y del abierto populismo justicialista y por mucho que también exista una
realidad inocultable de desempleo, inequidad, pobreza, “subversión-corrupción”
público-privada que no solo abarca componentes económicos, sino también
jurídico-legales y hasta a la misma función pública jurisdiccional, facilitada
por la “lógica subjetiva de lo conveniente”, que altera el derecho fundamental
a la seguridad jurídica y que es violencia que se suma a la violencia de todos
los pelambres que nos azota, pero que
tampoco pueden justificar el desmadre de la protesta y menos generando coerción
ilegítima desde la dualidad
“necesidad-miedo” y daño a quienes, ni comparten, ni participan de la protesta,
por diversas razones y por más que todas ellas son iguales de respetables.
El mismo genio “vidente” de
Bolívar le dedicó a la patria colombiana su sentido de futuro: “Si mi muerte contribuye para que cesen los
partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”, expresión lapidaria del Libertador que
conoció y advirtió sobre la gran capacidad de dividir y la debilidad para ser
dividido que tiene el pueblo colombiano.
Hechos posteriores lo confirman y basta citar la “separación” de Panamá
y su sórdido proceso que involucra hasta traición a la patria y con origen
amarrado a la intestina guerra de los 1000 días y otros incidentes
territoriales no menos importantes que han significado pérdida de gran parte
del territorio nacional y hasta la más reciente respecto del archipiélago de
San Andrés.
Advertimos aquí y ahora: no tenemos afectos y menos vínculo alguno con
las familias de “ismos” o “istas” partidistas, de centros o de extremas en el
escenario nacional, con absolutamente ninguno y que, quiérase o no, son los
actores protagónicos de la actual tragedia que viven: “el país político y el
país nacional”.
Unos y otros y desde cada orilla de nuestra pretendida vocación
democrática, tienen significativas culpas en lo que nos acontece, en tanto son
el mismo alimento y combustible que actualmente incendian a Latinoamérica, en
un discurso circulante hecho de arengas y consignas, de odios y rencores,
azuzador y enardecedor de un populismo justiciero, no de reivindicación, sino
de vindicta.
Seguir pensando que lo que nos pasa, es asunto parroquial, es la gran
equivocación, pues Colombia como país tiene un alto valor en la geopolítica
continental latinoamericana, valoración no oculta a las voces del Foro de Sao
Paulo y otras cumbres guerrilleras que fungen como agentes del expansionismo
del régimen cubano, proceso que ha copado varias décadas y fijó la atención de
otras naciones democráticas del mundo.
Llama la atención del “protestódromo nacional”, que la “primera
línea: comité nacional de paro-arengas-consignas-acciones”, derivan su
mayor fortaleza discursiva del ordenamiento jurídico, especialmente de la
Constitución y del Bloque de constitucionalidad a cuya sombra el derecho
fundamental a la protesta pública y pacífica como que ampara todas las demás
contingencias (previsibles y previstas) de su devenir violento y como si
naturalmente dichas acciones y sus consecuencias debieran permanecer no solo
anónimas, sino impunes y los actores inmunes respecto de las responsabilidades
por las ilicitudes.
Han tirado la “cobija constitucional” de una punta, dejando
“descobijados constitucionalmente”, a otra inmensa masa de ciudadanos que no
comparten esta forma de expresión ciudadana, violenta e indiscriminada y de
cuyos “derechos fundamentales”, no hemos oído, ni leído ningún pronunciamiento
del “olimpo jurídico nacional de la protesta”.
Así, a tono con las tesis del “neoconstitucionalismo” y del “nuevo
derecho” y su concreción en los distintos países latinoamericanos como el “nuevo
constitucionalismo decolonizador”, le asiste toda la razón a J. Ferrer para
sostener que se ha extendido como una “de las plagas
más mortíferas” y sin que sean menores las críticas de García Amado y
otros y que alcanzan a Dworkin, Alexy, Atienza, etc., y en relación con los
llamados principios y valores consagrados en la Constitución, desde donde se
aprecia [ en los casos colombiano y chileno, etc.] el ascenso de las teorías de
la “derrotabilidad del derecho o de la existencia de normas jurídicas
derrotables, derrotadoras y derrotadas” en los ordenamientos jurídicos
nacionales y con cierto respaldo en no pocas normas pertenecientes al conjunto
del derecho internacional, que dejan en evidencia la fragilidad del
ordenamiento jurídico colombiano y el restringido ámbito de acción legítima de
las autoridades públicas y el ya casi imposible uso de la legítima fuerza
coercitiva del Estado, por abrogación de facto del inciso 2° del artículo 2° de
la Constitución.
Diríamos que las autoridades de la República, instituidas para proteger
a todas las personas residentes en Colombia, no pueden proteger a todas
las personas residentes en Colombia, porque en el ordenamiento jurídico
nacional, hay “normas derrotadoras, normas derrotables y normas derrotadas”,
de tal modo que ante el derecho fundamental a la manifestación pública y
[no]pacífica de parte del pueblo, ante sus “principios y valores subyacentes”,
también y necesariamente deben sacrificarse [ceder] los demás derechos
fundamentales y sus principios y valores subyacentes, estatuidos por igual para
las personas que no participan de la manifestación pacífica [y menos de la no
pacífica] y con absoluta
prescindencia de que sean sus derechos
fundamentales a la vida-salud, la libertad, trabajo, libre empresa, libre
circulación y la misma dignidad humana, etc. y el no menos despreciable de
acceder a la justicia en procura de dudoso resarcimiento de los perjuicios que
han sufrido, pero, habrá de ser intentado, lo que de antemano conlleva que
cualquier indemnización que se obtenga, no ha de ser más que una
“autoindemnización” a la que poco han contribuido, ni habrán de contribuir los
perpetradores de daños y perjuicios.
En este escenario “Constitucional y jurídico-legal”, ¿Se precisará de
infiltrar la manifestación con vándalos? ¿Cómo son las arengas, las consignas,
los cánticos [efectos militares], que “artísticamente” ruedan en la
manifestación, además de “órdenes e instrucciones” en alguna parte
centralizadas?
Es el nuevo derecho fundamental al “libre desarrollo de la
manifestación…”
Hablar de vándalos y hacer vandalismo terminó siendo el quid del asunto;
es elemento táctico, estratégico y perfectamente anónimo, para estructurar el
discurso deslegitimador de la autoridad del Estado, convocar a los
correligionarios nacionales e internacionales y la atención de sus “propios
tribunales” y sus “propios juristas”, además de los medios de todo el mundo. Es
el mismo objetivo toral del escueto terrorismo a nivel mundial: publicidad.
He aquí en todo su furor la fuerza descomunal de la “racionalidad
práctica”, de la razón matemática de “la moral” en la “satisfacción
de un principio y la lesión de varios principios”, la escueta “ponderación”,
hacia la concreción de la “única respuesta correcta”, que no es otra que
la impuesta por la fuerza de los hechos en la lectura del artículo 37 de la
Constitución, cuyo texto ya no es el mismo, pues sus fines prácticos quedan
reducidos a que: <