Hay pesadillas que están
a nuestro alrededor. Solo tenemos que cerrar los ojos para verlas. Pero son
mucho más que malos sueños. Existen las que atormentan nuestras vidas, otras nos
dejan indiferentes y algunas colorean nuestros pensamientos. Nos indican que
hay algo más grande que nosotros. Una luz y una sombra más allá de lo visible,
más allá del universo, más allá de la vida misma. Como todas, muchos las temen
y otros las veneran. Hubo un tiempo en la Edad Media, en la Península Ibérica,
que existió una pesadilla recurrente. Algunos los llamaron, «espectros», otros «demonios»
y algunos «ángeles de la guarda». Si no saben de quién les hablo, conozcan esta
historia.
Es uno de noviembre. El
viento esparce el polvo de los barrizales y mece las hojas de los árboles. El
alba queda cerca ante la mirada de los hombres dispuestos a recuperar sus
tierras. Uno de ellos ocupa su atención en el aleteo de las aves que se
levantan en el cielo. Es bueno predecir la desdicha o la buena nueva que les
espera a él y a sus hombres. Seguido, besa su amuleto de mayor valor, la cruz
de Cristo, por la que lucharía y daría su vida si fuere necesario. Respira el
aire sano y frío que hiela sus pulmones. Está listo y coloca el yelmo sobre su
cabeza para luego agarrar las riendas de su corcel. Sus hombres imitan los
pasos de su señor. Saben de su experiencia. Están tranquilos, prestos a la
cabalgada. No hay arengas. No les hace falta. Conocen sus valores: sabiduría,
esfuerzo, inteligencia y lealtad. Con eso les basta.
El enemigo se acerca.
Nadie dice nada, solo esperan a que su señor dé las órdenes. Entonces, sucede.
Todos desenvainan las espadas y la galopada comienza. Los hombres se inclinan
hacia los lados de los caballos y arrastran el filo de sus armas contra el
suelo. El ruido es insoportable al oído del enemigo. Creen que resuena de los
confines más oscuros del mundo. Oyen espuelas, gritos, voces terroríficas: ¡DESPERTA
FERRO! Observan en todas direcciones y no saben de dónde provienen. El enemigo
está temeroso, horrorizado. No hay marcha atrás. Saben que es su final. Se han
metido en la mismísima boca del infierno.
Su nombre verdadero fue
almogávares, hombres de armas, defensores de la cristiandad, valientes, recios
y fuertes. En aquellos tiempos, el miedo y el misticismo ocuparon los sueños
más oscuros de los hombres sobre aquellos «demonios» olvidados por el tiempo.
Fueron las leyendas y mitos, que proliferaron a lo largo y ancho del mundo
conocido, los que mantuvieron viva la figura de aquellos «espectros». Historias
contadas a la luz de la luna en tenues susurros sobre aquellos gritos
infernales y chirridos de metales que se adueñaban de las mentes de sus
enemigos. El paso del tiempo los enterró, pero siempre resurgían de las
tinieblas como «ángeles de la guarda» si alguien precisaba de su ayuda. Solo
había que invocarlos, solicitar su llegada: ¡DESPERTA FERRO! Entonces,
acudirían.
Dedicado a Guillermo Rocafort por ser de gran inspiración en este relato.