El llamado
Estado de Derecho o gran conquista política de las masas en el
periodo moderno de la civilización occidental, que se ha hecho
extensivo a buena parte del mundo por exigencia de la globalización,
parece que se viene quedado estancado en sus pretensiones. La
cuestión es que el Derecho se ha acabado definiendo como un asunto
de minorías de poder y no de algo que compete a la sociedad. Pese a
los avances de aquel proyecto apadrinado por la burguesía
revolucionaria que presentaba la ley del poder como norma por la que
debieran regirse las sociedades modernas, frente a los
particularismos del poder personal de la monarquía absolutista, su
construcción no ha pasado de la estructura burocrática, sin afectar
al fondo de la idea inicial que ha quedado en el olvido. La cuestión
se ha reconducido a la construcción de un Estado de legalidad,
es decir, aquel donde la ley del que gobierna rige las relaciones de
la convivencia conforme a normas preestablecidas, que excluyen las
declaraciones de voluntad del gobernante. El procedimiento legal ha
sustituido al personalismo. De esta manera el proceso de gobierno
aparece prefijado, sin posibilidad de que la voluntad de uno permita
alterarlo cayendo en la discrecionalidad. Así la legalidad establece
la seguridad jurídica como principio de gobierno.
¿Es
suficiente garantía para la ciudadanía entregarse ciegamente a la
legalidad?. Lo determinante en este punto pasa a ser que se impone la
legalidad, pero no tanto el Derecho. Si la primera es un ejercicio de
culto a la ley, aunque esta sea de quitar y poner, para adaptar la
gobernabilidad al modelo de orden social del momento, el segundo
cuenta con el soporte de la racionalidad, situada por encima de las
situaciones puntuales que aborda la ley. Hasta ahora ha venido
consolidándose la ley como instrumento del orden, tratando de poner
remedio a nuevas situaciones que surgen al ritmo del avance de los
tiempos, en este proceso imparable hacia la garantía del bienestar,
que es única realidad de
gobierno de las sociedades actuales. Consecuencia de lo anterior es
que las leyes están por todas partes, en gran medida como parches
tapando fugas de agua de un depósito que hay que volver a construir
para que cumpla su función con seguridad. Lo que podría aplicarse
al Estado de Derecho. Es decir, aunque la ley sea el fundamento del
Derecho positivo, a base de transacciones legales, el modelo no
funciona como debiera; porque si el Estado burgués se proyectó como
garante de las libertades y los derechos ciudadanos, resulta que hoy
en la práctica es difícil encontrar unas y otros en la tupida red
de leyes, en la que permanentemente se dan por un lado y se quitan
por otro.
Entre la
selva legislativa, prolija y caótica, el Estado de Derecho se ha
entregado a la ley y a la burocracia como instrumentos
materiales que determinan su funcionamiento, pero se ha marginado al
ciudadano y a las masas, ya que apenas cuentan en la parte decisoria.
Basta con la solución provisional de la democracia representativa,
que se ha convertido en definitiva, para dar por resuelta la
cuestión. En ella la ciudadanía no gobierna, simplemente vota de
cuando en cuando a los que gobernarán y algunos de estos gobernantes
—el personal técnico de la burocracia—, ni son votados, pero
gobiernan. La separación de las funciones de la gobernabilidad se
tiene como garantía para conjugar la voluntariedad, que trata de
evitarse desde el principio de legalidad, pero el vaivén legislativo
no permite garantizar la ausencia de voluntariedad, oculta tras los
motivos que adoptan forma de ley. Hay una realidad palpable en la
sociedad avanzada, democracia representativa, imperio de la ley,
separación de funciones estatales no dejan espacio de gobierno a la
ciudadanía. El Estado de legalidad prescinde del pueblo
—término que se maneja para gobernar desde el populismo de
derechas, izquierdas o de centro—, que no es gobernante, sino
gobernado, y se llama Estado de Derecho.
Por otra
parte, ¿quién controla a los que ejercen los poderes anejos al
Estado?. Se diría que están sujetos al imperio de su ley y al voto
de los ciudadanos. La primera puede ser que no sirva porque es
cambiante y su imperio se basa en la autoridad de la minoría; lo que
es poca cosa y con efectividad sujeta a condición. En cuanto a los
otros, sucede que aunque cambien los gobernantes, la partitocracia
se impone. La realidad es que el pueblo no gobierna, tan solo se
le gobierna. En la trayectoria del Estado de Derecho se echa en
falta que el funcionamiento del Estado burocratizado sea fiscalizado
de manera real, a través de órganos estatales concretos, directa,
efectiva y de forma decisoria por el pueblo. Entregar a unos pocos el
control del Estado, aunque sea de legalidad y sujeto al equilibrio de
funciones, es someter a la sociedad al dictado de una minoría al
amparo de la legalidad que funciona a su dictado, sujeta a
conveniencias políticas y no necesariamente atendiendo a la
naturaleza de las cosas.
Dicho esto,
el propio Estado de Derecho parece reclamar otro modelo de Estado. Lo
que supondría salir del estancamiento, avanzar un paso, dando
entrada en términos decisorios a la ciudadanía en un proceso de
control de las distintas funciones estatales. Porque, más allá de
las especializaciones técnicas de legislar, ejecutar y juzgar,
existe otra referencia que es la razón colectiva, como única
razón frente a los arreglos políticos, las componendas de partido,
los llamados intereses generales de conveniencia y las
resoluciones salomónicas de la jurisprudencia. Pese a las
reticencias, el argumento de la incapacidad de autogobernarse,
tradicionalmente asignado al pueblo, ya no sirve en la época de los
grandes avances tecnológicos, lo que conduce inevitablemente a que
este acabe por tomar el control real del aparato estatal.
Antonio
Lorca Siero
ADENDA.
Este
artículo y los inmediatos han sido publicados pensando también en
dar empleo a los RASTREADORES de la opinión —meritorios del
sistema—, a los operarios de la CENSURA — personal dotado con un
sueldo fijo— y a los aplicadores de la MORDAZA INFORMATIVA —gente
progresista de rótulo—, sin cuya dedicación no podría hablarse
de libertades y derechos de papel
en cualquier sociedad que se tenga por avanzada.