. El poder
específicamente humano consiste en la capacidad de obrar cambios a
nivel de creencias y convicciones, esto es, en el plano del
pensamiento, que se traducen, a su vez, en cambios a nivel
afectivo-emocional y, por último, en cambios de índole material.
Por eso, aquél capaz de obrar transformaciones respecto a las
convicciones y sentimientos de otros, de «contagiar»
y propagar sus creencias, ése y no otro es el verdaderamente
poderoso.
Pero, al igual que la capacidad de contagio de un virus depende de
diversos factores (su propia potencia de propagación, la carga viral
a que sea expuesto un determinado sujeto, la fortaleza del sistema
inmunitario del individuo atacado por el virus), también el nivel
de propagación a que pueden llegar las creencias depende de muy
variados aspectos.
En primer lugar, conviene señalar que todos ellos son completamente
relativos a los sujetos que se pretende contagiar. Por ejemplo, un
determinado virus puede ser letal para una determinada especie animal
o vegetal, pero ser absolutamente inocuo para otras. Para que el
contagio sea posible, se requiere cierta semejanza entre el
virus y aquello a lo que pretende contagiar y, cuanto mayor sea la
semejanza entre ambos, mayor será la posibilidad de contagio.
Por ejemplo, parece evidente que resultará sumamente difícil
«contagiar»
—solemos
decir «convencer»—
a una persona que desconoce lo que es una raíz cuadrada con la idea
que la materia en el universo se rige por determinadas leyes
matemáticas. O, dicho en cristiano, “antes de poder aprender a
correr, es necesario saber andar”. Hacerle leer Don
Quijote de la Mancha
a un niño de cuatro
años supone una estupidez, y esto es obvio para cualquiera, pero la
estupidez no radica en que la obra de Cervantes no merezca ser leída,
sino en que el niño
está muy lejano a ella,
hay mucha distancia entre ambos, no hay semejanza apenas entre el
niño y el mamotreto; en otras palabras, ante ese mismo libro que a
un adulto puede provocar sonoras carcajadas o profundos llantos, el
niño es completamente «inmune».
Y lo es porque cuenta con una
“barrera
inmunológica”
contra él, que son sus
propias creencias.
Para que una creencia «contagie»
a alguien, debe ser lo suficientemente poderosa como para desplazar
las que el sujeto candidato al contagio lleva consigo.
La forma de pensar propia es nuestro muro de defensa contra las
opiniones ajenas.
Este sistema inmunológico mental
puede hallarse en varios
estados. El primero
es cuando no existe en absoluto, por ejemplo en el caso de un niño
recién nacido, que carece de cualquier creencia o convicción. El
segundo
es cuando existe, pero es endeble, como ocurre en el caso de niños
más mayores, pero aún niños. Los niños son muy manipulables por
dos motivos: porque su sistema de creencias, al ser muy tierno, es
todavía muy poco rígido (a un niño se le puede hacer cambiar sus
convicciones más profundas con cualquier argucia insignificante) y
porque, por falta de experiencia y aprendizaje, no son capaces de
pensar correctamente.
El tercero
es el que define (o debería definir) a la mayor parte de gente
adulta. Éstos tienen un sistema de creencias firmemente asentado por
los años y, además, han aprendido a pensar. Es gracias a ello que,
si aquello que se les dice les parece lo suficientemente razonable,
son capaces de cambiar de idea, es decir, de ser «contagiados»
por ideas ajenas.
El cuarto
es muy excepcional: es el propio
de los dioses, de los idiotas y de los locos.
Consiste en que sus convicciones son absolutamente rígidas y no hay
manera humana de cambiarlas. En el caso de Dios es evidente: no es
posible hacerle cambiar de idea porque Él tiene la Razón absoluta;
el idiota, por su parte, no escucha nada externo a él porque está
plenamente convencido de que la tiene; el loco, por último, no tiene
realidad de qué defenderse, porque está, en mayor o menor medida,
fuera de ella.
Y, todo este rollo, podrá
preguntarse alguno, ¿para qué nos lo suelta este cretino?
La respuesta es clara: quiero
establecer cuál es el
estado del sistema inmunológico mental promedio
entre la gente de nuestro tiempo. Éste consiste en una paradójica
—y
horripilante—
mezcolanza entre el segundo y el cuarto tipo. ¿Por qué digo esto?
Porque, por una parte, las
creencias del hombre contemporáneo son terriblemente endebles,
y en ese sentido se asemeja a un niño. Ello se debe a que ha asumido
de una manera por completo pasiva, inercial, mecánica, todo un
cúmulo de convicciones y costumbres que no ha pensado en momento
alguno. Pero, a la par, a pesar del pésimo ensamblaje que lo
articula (no es raro que mucha gente, al expresar sus creencias, haga
en una misma frase afirmaciones flagrantemente contradictorias),
dicho andamiaje de
creencias es rígido e imperturbable
como el de los dioses y el de los imbéciles.
De este modo, la arquitectura
mental del hombre contemporáneo muestra esta paradoja: es endeble,
porque apenas es capaz de pensar por sí mismo, pero, a causa de esa
misma debilidad, resulta prácticamente imposible alterarla,
constituye una fortaleza casi inexpugnable. Ha sido educado para no
pensar, es experto en ello y, por eso, la única manera de obrar
cambios en él es por medio de la emoción, no de la reflexión: es
lo que se llama sensacionalismo.
Éste consiste en el intento de
provocar una reacción emocional en el sujeto de la manera más burda
y ramplona posible. Evidentemente,
un poema de Quevedo, aunque busque generar sentimientos y
convicciones, requiere necesariamente de ser comprendido y pensado.
Pero un anuncio, un eslogan o un titular, no. Producen una reacción
emotiva inmediata, intensa y pasajera.
El hecho de que el hombre
contemporáneo sólo entienda el lenguaje del sensacionalismo depende
de otros factores, como son la sobreabundancia de información y
estímulos, la progresiva desvinculación respecto a toda tradición
(barbarie cultural) o la ausencia de un horizonte real de futuro,
tanto común como individual (nihilismo). Pero, para bien o para mal,
no daré la matraca sobre estos asuntos en este artículo.
Las conclusiones, para acabar de
una vez, de este articulito, son las siguientes:
El
hombre contemporáneo, por regla general, no entiende otro
lenguaje que el sensacionalismo.
Semejantes
individuos son terriblemente propicios para ser manipulados,
y
para serlo, además, por las ideas más rocambolescas y bárbaras.
La
raíz de que sean tan fácilmente manipulables consiste en que ni
saben ni quieren pensar por sí mismos o, lo que es lo mismo,
carecen de
personalidad.
Y, por último, no una conclusión, sino una pregunta para la cual,
por desgracia, carezco de respuesta y, tristemente, sospecho que no
la tiene:
¿Cómo es posible paliar el mal
de un sujeto, consistente en su absoluta carencia de capacidad de
discernimiento propio, con el cual uno no puede comunicarse sino
por medio del sensacionalismo? Dicho de otra manera: ¿cómo es
posible —de
serlo—
convencer (“contagiar”) a alguien de lo perverso del
sensacionalismo, cuando lo
único
a lo que se puede recurrir para comunicarse con él es a ese
mismo sensacionalismo?
Y,
a quien haya llegado hasta aquí, de haber llegado alguien:
¡Muchas
gracias y mucho ánimo, que falta nos hace!