Una noche del verano de 1848 tres cardenales y un obispo misionero en América estaban cenando juntos en los jardines de una villa situada en las colinas de la Sabina, con vistas a Roma. La villa era famosa por la exquisita vista desde su terraza. El jardín oculto en el que se hallaban sentados los cuatro hombres estaba situado a unos seis metros al sur de la terraza, y una pequeña roca daba paso a un declive en el que había una plantación de viñedos. Un pequeño tramo de escalones lo enlazaba con el paseo superior. La mesa se hallaba en una zona arenosa, entre naranjos y adelfas, a la sombra de los robles que crecían sobre la roca. Más allá de la balaustrada aguardaba el espacio abierto y muy por debajo se extendía el paisaje ligero y ondulado, sin nada que impidiera contemplar la propia Roma.