El taxi, un viejo Rover que olía a humo de cigarrillo, avanzaba lentamente por la vacía carretera de campo. Era el principio de una tarde de finales de febrero, un mágico día invernal de frío penetrante y cielo sin nubes, gélido y pálido. El sol brillaba proyectando largas sombras, aunque irradiaba poco calor. Los campos arados se extendían en la lejanía. De las chimeneas de las granjas diseminadas y de las pequeñas quintas de piedra ascendían columnas de humo hacia el aire inmóvil, y los rebaños de ovejas, cargadas de lana y de incipiente preñez, se agrupaban alrededor de pesebres de heno fresco.