"Literatura llevada la cine" El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas

Hay obras que por su majestuosidad han sido adaptadas no una, sino varias veces a la gran pantalla. En esta ocasión, vamos a hablar de una novela que ha sido llevada tanto al cine como a la TV —en formato de serie o miniserie— en repetidas ocasiones desde hace muchos, muchísimos años… Sin embargo, bajo mi punto de vista, ninguna de estas ha logrado transmitir —incluso ni siquiera trasladar— la magnificencia de una obra que es capaz de atrapar el corazón del lector con dedos de bruma.

 

. En esta ocasión, vamos a hablar de una novela que ha sido llevada tanto al cine como a la TV —en formato de serie o miniserie— en repetidas ocasiones desde hace muchos, muchísimos años… Sin embargo, bajo mi punto de vista, ninguna de estas ha logrado transmitir —incluso ni siquiera trasladar— la magnificencia de una obra que es capaz de atrapar el corazón del lector con dedos de bruma.
Vamos a hablar de uno de los más famosos libros de Dumas: “El Conde de Montecristo”.

Vaya por delante que me va a resultar imposible escribir este artículo de manera objetiva no solo porque soy un gran admirador de Dumas, sino porque considero que “El Conde de Montecristo” es, con diferencia, la mejor de sus obras, por delante incluso de “Los tres Mosqueteros” y de tantas otras muchas horas de entretenimiento que nos brindó a lo largo de su dilatada vida literaria.

         Pero, ¿por qué tanta pasión por un libro, Iván? Porque no recuerdo haber leído ninguna otra obra que me haya hecho llorar —¡sí, sí!, llorar a lagrimones— en algunos de sus pasajes. Especialmente en uno de ellos…

¡Pero sigamos!

La historia transcurrirá entre los años 1814 y 1838, por lo que como trasfondo histórico viviremos el Gobierno de los Cien Díasde Napoleón I y el reinado de Luis XVIII, el de Carlos X y parte del de Luis Felipe I, todos ellos de Francia; aunque estos últimos apenas si tendrán relativa importancia en la trama principal de la obra. Los que sí determinarán el destino de Edmundo Dantés, el protagonista de la novela, son los de Napoleón y Luis XVIII; y es que al pobre Dantés se le acusa de ser bonapartista justo antes de que el Ogro de Córcega —llamado así por sus detractores, evidentemente— regrese a París. Al parecer, durante aquellos años convulsos, ser acusado de bonapartista —o tener cualquier relación con ellos—, una vez caído en desgracia el emperador, no era algo de lo que uno pudiera esperar nada, pero que nada bueno… Pero empecemos por el principio.

En la Marsella de 1814, poco antes de que dé inicio el Gobierno de los Cien Días, la novela comienza con los vientos de la fortuna soplando a favor de Edmundo Dantés, un joven marino que, a pesar de su juventud, logra convertirse en el capitán del Faraón, un enorme galeón de la familia Morrell, burgueses dedicados al comercio de especias. Y es que además el muchacho, aparte de ser un notable navegante, es también un hijo amante de su padre, el cual, tan noble como su vástago, aguarda su regreso con tanta pasión como hambre… (y no deseo desvelar el porqué de esto, ¡lo siento!).

Edmundo disfruta además del amor de una joven catalana de nombre Mercedes, la cual, aun siendo una de las personas más pobres del mundo, posee una riqueza de valor inconmensurable: el corazón del joven Dantés.

Sin embargo, no tardaremos en vislumbrar rápidamente la ponzoña que generan la envidia y los celos, los cuales van a trocar la felicidad de Edmundo en auténtica y absoluta desgracia, hasta el punto de convertirlo en el asombroso Conde de Montecristo, algo así como un ángel vengador de lo que él mismo llama Providencia. Pero antes de que esto suceda, cerrará el pérfido triunvirato de calamidades de Edmundo la ambición de un joven magistrado llamado Villefort.

Aún no sé muy bien por qué esta novela está catalogada para un público juvenil —de hecho, no comprendo muy bien por qué se catalogan ciertas novelas para público juvenil; ¿quizá se deba a la diáfana literatura empleada por el autor?—. Espero que este detalle no haga pensar a los adultos que aún no se hayan topado con sus páginas que esto los excluye de hacerlo, más bien es todo lo contrario. Este sería un fatídico error con una sola solución: leer “El Conde de Montecristo” cuanto antes.

Como curiosidad, ¿habéis oído hablar de los puros Montecristo o Faria? En efecto, ¡así es! Estos nombres son los de los dos principales presos de If —el castillo-fortín del islote homónimo, al estilo Alcatraz— en la obra de Dumas. Pero, ¿existe acaso alguna relación?

         Parece ser que, en Cuba, allá por los años 30, en una fábrica de puros, mientras los trabajadores liaban las hojas de tabaco para realizarlos, una persona se dedicaba a leer libros para que todos estuvieran entretenidos durante las horas de trabajo. ¿Adivináis cuál era su libro favorito? ¡Así es! Fue tal la devoción que despertó en todos “El Conde de Montecristo” —un libro que leían y releían una vez tras otra— que decidieron bautizar con esos nombres a dos de sus más importantes productos… Interesante, ¿verdad?

Pero nuestro querido Dumas Davy de la Pailleterie —conocido por todos como Alexandre Dumas— merece unas pocas líneas antes de avanzar más en este escrito.

Hijo de Thomas-Alexandre Dumas, original de la colonia francesa de Saint-Domingue —actualmente conocida como Haití—, el cual fue a su vez hijo del noble francés Antoine Davy de la Pailleterie y de una esclava procedente de África, de nombre Marie-Cassette Dumas, y general y héroe nacional del ejército francés —de hecho, su nombre está grabado en el Arco de Triunfo de París, columna 23, y tuvo erigida una estatua en su honor, la cual los Nazis se encargaron de echar por tierra—, conocido con el sobrenombre de “El Conde Negro”, nuestro querido Alexandre Dumas vivió una, digamos, acelerada vida social que terminó por dejarlo como en sus inicios: sin un franco en los bolsillos.

Pese a que su madre, Marie Louise Labouret, no tuvo ocasión de proporcionale la educación que ella habría deseado, a causa de que enviudó cuando el pequeño Dumas contaba tan solo con cuatro años de vida, este logró acceder a la notaría de su pueblo. Sin embargo, las leyes no lo atrajeron demasiado, y de aquí solo cabe destacar su amistad con Adolphe de Leuven, con quien escribió el que se considera su primer trabajo literario.

         Tras esto, en 1923 viajó a París con un montón de cartas de recomendación en los bolsillos, terminando por alcanzar un puesto de amanuense en la secretaría del duque de Orleáns.

         Pero no es hasta aproximadamente un año después de llegar a París cuando el joven Dumas descubre su auténtica vocación: convertirse en escritor teatral; y todo esto gracias a “Hamlet”, de W.Shakespeare. Y es que Alexandre salió obnubilado tras contemplar una representación de esta obra.

         A partir de aquí, la carrera de A. Dumas fue meteórica; hasta el punto de que muchas novelas se atribuyeron a él para vender más ejemplares.  Destacan casos como el de “La mano del hombre muerto”, de Alfredo Hogan, “El Hombre de la máscara de hierro”, de Emile Ladoucette, “El hijo de Portos”, “La novela de Violeta”, “Los caballeros templarios”, y un largo etcétera.

         Sin embargo, ahora debemos mencionar un nombre: François Picaud. ¿Os suena de algo? Seguramente no… Pues bien, ¡el amigo Picaud es el mismísimo Conde de Montecristo! ¿Cómo?

         Al parecer, Dumas leyó las memorias de un hombre llamado Jacques Peuchet, el cual escribió la historia de un zapatero de París llamado François Picaud. El pobre desgraciado, tras comprometerse con una mujer rica, fue falsamente acusado de ser espía de Inglaterra por cuatro amigos celosos. Durante los siete años de su cautiverio, un compañero de prisión le legó un tesoro escondido en Milán.

         Cuando en 1814 salió de prisión, Picaud dedicó diez años de su vida para vengarse de sus antiguos amigos.

¡Ah, Dumas! Tu pluma fue pura magia, pero no fuiste más que un excelente condimento de historias y leyendas. Te estaré eternamente agradecido…

Pero aquí hemos venido a hablar de cine, ¿no? ¡Pues sí!

         Entre las muchas adaptaciones de “El Conde de Montecristo”, me he permitido el lujo de escoger las dos más recientes: “La venganza del Conde de Montecristo” (título original: The count of Monte Cristo), de Kevin Reynolds, 2002, y “El Conde de Montecristo”, de Josée Dayan, miniserie de 4 episodios del año 1998.

         ¿Qué decir de la primera? Pues que en 131 minutos casi no eres capaz ni de explicar de qué modo se las han apañado los amiguetes de Dantés para enviarlo al trullo sin billete de vuelta…

         El hecho de que Alberto de Morcef y Danglars se fusionen en un único personaje, interpretado por Guy E. Pearce, me provoca un amargo sabor que estropea incluso la aparición de Richard Harris —como el abate Faria—, empobreciendo así la naturaleza de la trama, hasta transformarla casi en el de una película de serie Z.

¿Y acerca de la miniserie de 1998, dirigida por Josée Dayan?

         Sencillamente, que se adapta bastante bien a lo que es la obra literaria… Sin embargo, hay dos puntos que la estropean bajo mi punto de vista… El primero es el final. ¿Por qué hay que cambiar los finales, especialmente de las obras de Dumas, cuando son en la mayor parte de casos el más hermoso broche de honor de una obra perfecta? ¡En fin!

         El segundo es Depardieu. Sé que es un actorazo como la copa de un pino… Pero no se parece, ni remotamente, al Conde de Montecristo; y eso hace que no disfrute la obra como tal vez lo habría hecho si el casting hubiera hecho mejor su trabajo. Quizá, si hubieran contratado a Johnny Depp, estaríamos haciendo una crítica muy diferente.

En fin, concluyendo… No he visto todas las versiones de esta obra (de hecho, solo he visto 6, incluyendo la vieja serie de TVE), pero ya os digo lo que anticipaba: ninguna ha logrado transmitir la esencia de una obra de lectura obligatoria, ¿qué digo?, ¡imprescindible!

         Así, hasta que alguien no se atreva a hacer un arduo trabajo de adaptación y ponga en marcha todos los engranajes del mundo del cine —y aun y con esas—, deberemos devorar una y otra vez la inmortal obra de Dumas: El Conde de Montecristo… ¡Por fortuna!

UNETE



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