En la
actualidad, a nivel mundial, podemos distinguir una creciente tendencia de
veneración que provocan ciertos líderes por medio del populismo, la demagogia
y, en algunos casos, a través de discursos abiertamente místicos.
Cuando escucho hablar acerca del culto a la personalidad que promueven,
para sí mismos, algunos líderes políticos, inmediatamente vienen a mi mente,
entre otras, figuras como Mussolini,
Ho Chí Minh, Mao Tse Tung y la Reina
Isabel II.
Sin embargo, la lista pudiera ser
casi interminable, y es que, para una considerable cantidad de personajes
políticos, el poder les trae una gran carga de protagonismo que, a través de la
adulación de sus seguidores, muy fácilmente se puede transformar en ego
desmedido hasta el punto de sentirse tocados por divinidades.
En la historia moderna de México
tenemos grandes ejemplos del culto a la
personalidad. Basta recordar a los expresidentes Luis Echeverría y José López
Portillo. Cómo olvidar esas imágenes donde dichos mandatarios se paseaban
por las calles de la Ciudad de México en autos descapotados mientras miles de
papeles tricolores caían a su paso. Cómo no recordar sus intervenciones en la
Cámara de Diputados al recibir la banda presidencial y al rendir sus informes
presidenciales; ahí, los legisladores les recibían como auténticos monarcas y
durante las eternas ceremonias les rendían tal pleitesía, que incluso rayaba en
lo religioso.
Pues bien, en la actualidad, a
nivel mundial, podemos distinguir una creciente tendencia de veneración que
provocan ciertos líderes por medio del populismo, la demagogia y, en algunos
casos, a través de discursos abiertamente místicos. Trump, Putin, Maduro, Bolsonaro, Kim Jong-un,
etc., basan mucha de su fuerza en la demostración de la admiración que les
profesan las masas (aun cuando en algunos casos esta se da por miedo), así como
por los mitos que les rodean y que en gran medida han sido generados por ellos
mismos.
En nuestro país, con el arribo de
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al poder, estamos iniciando con
lo que yo denominaría una presidencia de culto.
Para una gran cantidad de
seguidores y algunos de sus colaboradores, AMLO
representa no solo a un dirigente político, sino a un guía espiritual. Para
ellos, la palabra del tabasqueño vale por el simple hecho de ser pronunciada
por él; en el consciente e inconsciente colectivo pro-AMLO, el caudillo no
se equivoca, no comete errores, pues es perfecto. Y todo esto ha sido provocado
de manera metódica y muy inteligente por el propio Andrés Manuel.
Es por ello que, por ejemplo, las
conferencias mañaneras del presidente no deben entenderse, en esencia, como un
ejercicio de rendición de cuentas ni mucho menos un simple capricho. En
realidad, la exposición diaria ante los medios, es una representación casi
solemne que se asemeja mucho a las ceremonias que realizan los pastores
evangélicos con todo y citas bíblicas aderezadas con referencias al amor, el
perdón y la moral. Así mismo, la interacción con los periodistas es un mero
conducto para marcar la (su) agenda política, misma que se refleja en las
discusiones cotidianas de sus seguidores y opositores. Es decir, todo,
absolutamente todo lo importante que hoy ocurre en el país, gira alrededor de
una sola persona, el presidente de la República.
Pero ahí no queda todo, el
avasallador culto hacía AMLO, es,
para algunos que se autonombran “oposición”,
una gran oportunidad de venderse como los paladines de la corrección política y
la salvación de México. Es por ello que hoy podemos ver a expresidentes y
exfuncionarios subirse al escenario para intentar jalar algún reflector que les
dé visibilidad y, así, convertirse en fieles de la balanza y construir su
propio culto a la personalidad.
La política mexicana está llena
de egos y soberbias, creer que los dimes y diretes que provienen de la clase
política son todos por el bien del país, es pecar de ilusos. Al final, en mayor
o menor medida, los empoderados son felices alimentándose de la alabanza.