Cada día nos enfrentamos a la misma vida monótona. A las
reacciones habituales. A las respuestas esperadas. Y de repente, nos damos
cuenta de que eso es lo que se convierte en normal para nosotros, en lo
apropiado, en lo “que toca”. Desde bien pequeños estamos preparados para ello:
asumir unos conceptos, unas normas sociales y unos comportamientos que a base
de repetición se convierten en leyes no escritas. Incluso nos acostumbramos a
seguir el dogma de “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”.
Y con este lema seguimos nuestra vida sin pensar mucho. Pero
llega un día en que toda esta normalidad a la que nos habíamos acostumbrado,
desaparece. Puede ser un momento esperando al autobús para ir a trabajar, subido
en el metro para ir a la Universidad o cruzando un paso de cebra. Y delante de
esta situación, solo hemos desarrollado dos posibles respuestas a aquello
desconocido: la intriga por aprender e interesarte por conocer algo más o
rechazar aquello que se escapa de tu visión preestablecida de la vida y que te incomoda.
Y claro, todos nos creemos muy interesantes, muy cultos, muy respetuosos y muy
tolerantes, hasta que te toca vivirlo. Hasta que te enfrentas a ello, y te
comportas como todo el mundo, haciendo “lo normal”.
Y es que todos nos hemos reído alguna vez del débil, del
diferente, del raro. Y no nos sentíamos mal cuando lo hacíamos, no, justo al
revés. Te sentías bien. Lo hacías por el egoísmo tan humano de ganar haciendo
perder a otro antes que asumir tu propia derrota. Esa derrota interior de no
saber ser respetado por ti mismo y que te hacía meterte con otro para serlo. La
de darte cuenta de que eres la misma mierda de persona que luego criticas
cuando el tema aparece tratado de forma formal y seria. Y claro, ahí todos
somos muy respetuosos, no nos hemos burlado nunca de nadie y nunca hemos hecho
daño a alguien a sabiendas de que lo hacíamos. En ese momento todos tratamos
como normal y de forma totalmente respetable al que semanas atrás llamábamos
“el subnormal ése” por tener síndrome de Asperger o llamamos homosexual con
aquel tono honorable al que antes llamábamos “maricón”.
Puede que aquel que lea esto piense “vas a venir tu a darme
lecciones cuando seguro que tu has hecho lo mismo” o “ya está el moralista de
turno aleccionando a todo el mundo”. Y lo sé. Pero me da igual. Escribo esto porque,
sí, claro que fui aquel chaval asustadizo que entraba en el instituto y se reía
del chico que llevaba alguna prenda rosa. Y si, yo reía las gracias de mis
amigos cuando se reían de cualquier persona con alguna discapacidad. Y si, me
callaba cuando compañeros de instituto le hacían la vida imposible a otro. ¿Pero
sabes por qué escribo esto? Por todos ellos. Por todos aquellos de los que
alguna vez me reí, por todos de los que me burlé sabiendo que les hacía daño y
por todos aquellos que no protegí y que lastré con mi complicidad. Porque
también esa complicidad perpetúa esta práctica detestable de meterse con
aquello “no normal”. Pero como he dicho antes, “una mentira repetida mil veces
se convierte en verdad”. Porque cuando llegabas a casa y te comías la cabeza
pensando que a lo mejor lo que hacías no era tan gracioso si no que era una
actitud deplorable, te auto respondías diciendo que tu risa, tu comentario sutilmente
faltón o que tu silencio discreto era “lo normal”, “que tampoco era para tanto”
“que era lo que hacían todos”. Sin embargo, sí que era para tanto. Y tanto que
lo era.
Por eso, viendo el éxito reciente de la película
“Campeones”, me vienen a la cabeza aquellas personas que sufren alguna
discapacidad intelectual, y que no responden a los márgenes de nuestra sociedad
actual. Aquellos, a los que cada uno de nosotros, como sociedad evolucionada y
respetuosa, aislamos. Aquellos a los que diferenciamos del resto denotando y
remarcando su déficit.
Pero me parece curioso que nos fijemos en estas personas,
que no pueden elegir ser de esa forma, que no escogieron esa vida y que aún así
se levantan cada día para intentar ser “lo más normales posible”. ¡Que le den a
la normalidad! Como podemos considerar normal a aquella sociedad que daña,
separa y apunta con el dedo de la vergüenza a estas personas. ¿Por qué en lugar
de tratarlos como discapacitados intelectuales no los entendemos como
capacitados emocionalmente? ¿Por qué en vez de acentuar sus carencias no
potenciamos sus virtudes? ¿Sabéis por qué? Porque tenemos miedo a darnos cuenta
de nuestras carencias, de nuestros fallos, de nuestras debilidades. Y entonces
apuntamos al que tiene unas características distintas, para ocultar todo eso.
¿Que por qué escribo esto? Porque prefiero dejar latentes
mis errores, asumirlos y corregirlos para poder parecerme más a ellos, a los
“subnormales” “mongolos” “anormales” o cualquier otro adjetivo peyorativo que
sigáis usando. Porque prefiero querer, respetar y entender las relaciones
sociales como un discapacitado intelectual, que hacerlo como una sociedad
discapacitada emocional.