Cuando se acercaba a los trece años, mi hermano Jem sufrió una grave fractura del brazo a la altura del codo. Cuando sanó y sus temores de que jamás podría volver a jugar al futbol se diluyeron, raras veces se acordaba de aquel percance. El brazo izquierdo le quedó algo más corto que el derecho; si estaba de pie o andaba, el dorso de la mano formaba casi un ángulo recto con el cuerpo y el pulgar rozaba el muslo. A Jem no podía preocuparle menos, con tal que pudiera pasar y chutar.