Como si se hubiese puesto en una balanza, que se gana y que se pierde con la presencia o la retirada de los Estados Unidos de Afganistán, el presidente de ese país , Barack Obama en un momento crítico del conflicto, sin la menor garantía de que la afganización de la guerra sea la mejor solución, anuncia un plan de retiro de 33.000 soldados del país asiático, antes de septiembre de 2012, con perspectiva de completar la retirada del resto de los 68.000 militares norteamericanos para el 2014, en común acuerdo con la OTAN, la cual a su vez, también prevé la retirada de sus 47.000 efectivos. Tal declaración, la más dramática hecha por un gobierno norteamericano desde la guerra de Vietnam, requiere al menos, una reflexión. Es evidente que la decisión, desde la perspectiva estadounidense, encuentra sobrada justificación económica, pues la guerra, al 2011, le ha significado a Washington un desembolso de más de 1,3 billones de dólares. A su vez, la audaz medida descansa en el supuesto de que se trata de un riesgo manejable y de que, aunque mantener más tropas durante más tiempo, es el camino más seguro para sostener el régimen acólito, esa salida, no la convierte necesariamente en la mejor solución, toda vez que de mantenerse, habría aumentado la dependencia del gobierno de Karzai, al tiempo que daba la impresión de que el poder de los talibanes, luego de diez años de guerra, no ha sido menguado y que la presencia militar norteamericana y mas aún, de la OTAN, son imprescindibles para el sostén del gobierno, con base en Kabul.