De la noche a la mañana, igual que
habían aparecido, desaparecieron todos los adornos navideños,
incluido el nacimiento, de un tamaño considerable, que nos
acompañaron durante las fiestas. En mí esas ausencias siempre
dejaban un pequeño reguero de tristeza y melancolía. Me curaba de
ella paseando o tratando de traducir, del latín, algún pasaje duro
y complicado: era una forma, como otra cualquiera, de no pensar en
nada. Todos tenemos derecho al ocio.
-De todas formas -me dijo don Benito
acusando también el vacío de los adornos- para nosotros es Navidad
continuamente: lo mismo nos da que mañana sea el día ocho que el
nueve; no tenemos que ir a trabajar.
-En eso tiene razón. Pero la nieve
está desapareciendo. Y a mí me gusta el frío.
-Hombre, si quiere usted -me dijo
sonriendo- nos podemos ir a una residencia en Finlandia o en Siberia,
que sería más económico.
-No tenemos dinero para eso. Además,
allí no entenderíamos nada. Yo no sé inglés ni ruso, ni conozco
más lengua que el latín y el castellano.
-Yo me defiendo con el inglés; pero
dinero no tengo. Y no creo que el estado nos subvencione una estancia
en el extranjero.
-Lo podemos solicitar: podemos
proponer hacer una tesis doctoral, conjunta, sobre las diversas
residencias de ancianos en los diversos países de nuestro entorno.
-No es mala idea. Seguro que no hay
ninguna tesis sobre ese tema. Ahora bien, de la forma que está la
cosa, nadie nos va a dar ni un duro.
-¿Por
qué no? ¿No estamos preparados y somos capaces? Más útil puede
ser nuestra investigación que muchas de las tesis que hacen los
inútiles de los políticos, que, fíjese, siempre aprueban cum
laude.
-En esta vida, querido amigo, no hay
nada como tener padrinos. Quien los tiene se bautiza.
-De todas formas, da lo mismo. Nadie
nos va a dar dinero, desde luego; pero es que tampoco vale la pena.
Ni la tesis que íbamos a hacer, ni las que hemos hecho, iba a servir
para nada.
-¿No le sirvió de nada la suya? Yo
no hice tesis, no me apeteció.
-Me sirvió para ser el hombre más
feliz del mundo en tanto duró mi investigación. Todas las mañanas
me iba a un archivo; allí me sacaban manuscritos de la Edad Media,
que leía con verdadera fruición tomando notas. Por la tarde,
revisaba las notas, las pasaba a limpio y leía otros libros u otras
investigaciones... Mi mujer me mantenía. Y lo hacía de mil amores.
Fueron unos años maravillosos. Y ahí se quedó el crimen y el
castigo.
-Es un poco lamentable. ¿Qué
quiere que le diga? Yo no tuve ganas de seguir estudiando, ni de
meterme en berenjenales. Me dediqué a preparar las oposiciones...
-Lo mejor que hizo. Hacer una tesis
desde el punto de vista profesional o crematístico ha sido, para mí,
una enorme tontería. Ahora, qué bien me lo pasé durante aquellos
años. Fui lo que siempre deseé ser: un pequeño investigador.
-¿Y descubrió usted algo?
-Sí, pero no tuve caja de
resonancia. Todo pasó tan desapercibido como una merluza de la Edad
Media.
-Hombre, a algún campesino le haría
feliz.
-Espero. A mí también me hizo
feliz, la merluza, claro. Pero hizo que me volviera un poco egoísta:
a partir de ese momento me dediqué a estudiar cosas inútiles, y que
sólo a mí me interesaban.
-Bueno, querido amigo, para eso en
este país no hace falta mucho. ¿O usted cree que aquí alguien se
interesa por algo? Fíjese, es curioso: va usted a un museo un día
cualquiera, y apenas si hay dos o tres personas. Traen un cuadro que
no está, lo anuncian con cartelones en las paradas del autobús, y
ya tiene usted colas de horas y horas para ver lo que todos los días
puede ver sin sufrir ninguna incomodidad.
-Pero eso es porque la gente se
aburre. Y no tiene imaginación: va a donde le dicen que vaya. Y si
nadie le dice nada, se queda en casa viendo la televisión. ¿A usted
no le gusta la televisión?
-La adoro. Máxime cuando salen los
padres de la patria defendiendo lo indefendible. Lástima que ya
estuviera inventado el teatro del absurdo porque en caso contrario
nuestros políticos iban a ser los pioneros.
-Iban a ser los pioneros en muchas
cosas si no estuvieran inventadas. Lo malo es que tras el teatro del
absurdo hay una estética; y la única estética de los políticos
reside en sus corbatas y en su trajes, a veces.
-¿Sabe?
Para mí la corbata siempre ha tenido un toque risueño, y lo sigue
teniendo... No, no me mal interprete: no es que la odie ni que me
moleste, o la defienda a muerte. Es que aprendí a hacer el nudo de
la corbata gracias a una revista humorística, no sé si la recordará
usted. Se llamaba La codorniz, revistaque a dos por tres o la
prohibían o la censuraban por sus ataques al gobierno.
-Sí, la recuerdo.
-Pues
en un número sacaron unas viñetas en las que querían demostrar que
todo el mundo leía La codorniz. Y
para ello explicaron, en esas viñetas, cómo se hacía el nudo de la
corbata. Quise comprobar si aquello era cierto; cogí una corbata de
mi padre, y le hice el nudo siguiendo los pasos que allí se
indicaban. Efectivamente el nudo de la corbata se hacía como ellos
decían. Y así he seguido haciéndome yo los nudos de todas mis
corbatas.
-Así que todos los que llevaban
corbata leían la dichosa revista.
-Esa era la gracia. Y como puede ver
hasta un chiste puede ser una cosa muy útil.
-Seguramente nada hay más útil en
esta vida que el chiste y la risa. ¿Qué sería de nosotros sin lo
uno y lo otro?
-Vaya usted a saber.
-Oiga, pues igual lo de hacer
nosotros una tesis, a esta edad, y sobre residencias de la tercera
edad, se lo toman como el mejor de los chistes. Y nos reconocen como
unos buenos humoristas.
-No creo. Seguramente nuestro
proyecto serviría para que empezaran todos a discutir: los unos
dirían que los mayores tienen derechos, los otros que ese dinero
estaría mejor invertido en yo qué sé que cosas, y los demás allá
es posible que pidieran el bombardeo sistemático de todas las
residencias para ahorrarse las traídas y sufridas pensiones. Y las
tonterías que decimos los mayores.
-Podría ser una buena solución.
-Yo creo que lo mejor que podemos
hacer es estar calladitos. En este país ya tenemos bastante chiste,
malo por cierto, con algún que otro político.
-Con estos habría que hacer lo que
contaba Antífanes bromeando. Decía este cachondo mental que había
una ciudad en la cual las palabras se congelaban apenas se
pronunciaban. Y que los ciudadanos escuchaban las palabras en verano,
al cabo de unos meses, cuando el calor las descongelaba.
-Ese hombre era un genio: eso fue el
preludio de la televisión, o del aparato ese, de la moviola.
-Sí, a menudo es muy desagradable
oír ahora lo que se dijo hace algún tiempo. Pero los políticos no
se sonrojan. Yo creo que ni sienten vergüenza.
-Es cierto, es desagradable. Pero a
mí cada vez me aburren más y más los traídos políticos. Yo, a
menudo, me acuerdo de mi orgullo juvenil. Una vez en una clase de
religión, un cura me preguntó, teniendo como norma a Salomón, que
le pidió a Dios la sabiduría, qué le pediría yo a Dios si se me
apareciera este, como se le apareció a Salomón.
-Vaya clases que nos daban.
-No estaban mal. A mí aquello me
sirvió para conocerme un poco más.
-¿Y que le contestó usted al cura?
-Que yo le pediría ocio, dinero y
tiempo libre. De ser sabio e inteligente ya me ocuparía yo
estudiando y viajando. Hoy pienso en la respuesta y me echo a
temblar. No cabe más orgullo en aquellas palabras.
-O confianza en sí mismo, y
desconfianza en la sabiduría que podía venir de lo alto. A lo mejor
esa sabiduría era tan sosa como el maná. A mí me parece una buena
respuesta, claro que teniendo en cuenta todas las limitaciones
humanas, que son muchas.
-Esas son las palabras congeladas
que se deshielan en mi cabeza de vez en cuando; y, cosa curiosa, se
vuelven a congelar para volver a atormentarme cada vez que les viene
en gana.
-No sea demasiado severo con usted
mismo. Ya sé que le gusta el invierno, y por eso mismo debe tener en
cuenta que aquí se congela todo, menos lo digno de aprecio. ¿No le
parece que a veces se practica aquí una justicia congelada, propia
de la Edad Media? Ya sé que está harto de oír hablar de la
corrupción, pero es que ya clama en el desierto la connivencia de
políticos y jueces. Y la indiferencia de la gente, votando una y
otra vez a los corruptos, cuando no aplaudiéndolos en la puerta de
los juzgados.
-Más
de una vez he pensado, otra tontería, que los estudiantes de derecho
deberían pasar una temporada en este país, para que vieran lo ciega
y tonta que es la Justicia aquí. Aunque no creo que les haga falta.
Al fin y al cabo, en todas partes cuecen habas y en mi casa
a calderadas. Y, como dice
usted, o, como decía Tito Livio, creo recordar, gobernantes y
gobernados son todos uno y lo mismo. Así que aquí paz y allá
gloria.
-No hay nada que hacer. Aquí se
congela hasta el tiempo. Para el mundo no pasan los años, como dijo
alguien, aunque ese alguien hablaba de España.
-Es cierto. O estamos hoy un tanto
pesimistas por los huecos dejados por los adornos navideños.
-Es posible. Pero lo mejor, querido
amigo, es que nos olvidemos de nuestros proyectos de tesis doctorales
y demás, nos dediquemos a oír música y nos convirtamos en aquel
cerdito al que Pirrón en un barco, en medio de una horrorosa
tormenta, dio algunos granos de cebada. El cerdito se puso a comer
sin tener en consideración ni truenos ni relámpagos ni el
vertiginoso zarandeo de la nave. Es decir, que el que quiera ser
feliz no tiene que ser perturbado por las cosas que le suceden.
-Fácil de decir. Yo hace un momento
estaba triste y melancólico porque nos han quitado los adornos
navideños.
-¡Hombre!
-¿Qué quiere que le diga? El que
no tiene faena con el rabo mata moscas. Pero, tranquilo, no le voy a
proponer otra tesis: me voy a dedicar yo a traducir a Séneca. Y voy
a hacer una traducción que va a ser una obra maestra.
-Ya estoy impaciente por leerla.
-Además voy a escribir una novela
ambientada en la preguerra civil española. Eso sí, no se publicará:
es demasiado buena. Pero si quiere podemos hacer suscripciones aquí
en la residencia. Y con lo que saquemos nos vamos una noche de cena.
-No está mal pensado. Esa idea la
tenemos que trabajar. Pero póngase ya manos a la obra.