La espera en el andén no fue larga. Cundió apenas para enredar un poco con el “20 minutos”, cuando, de inmediato, ya se anunciaba al siguiente tren que iba a efectuar su entrada en la estación. La gente tenía prisa por subir. El coche llegó, y todos, como galgos en pos de una liebre, se colocaron frente a las puertas, observándose unos a otros en el reflejo de los vidrios… Definitivamente el mal gusto de aquella camisa azul con el cuello blanco no lo remediaba el dinero. Aquel engominado señor tenía el aire de un abogado picapleitos. Al lado, con un intenso aroma a lavanda, una señora de buen ver, con pantalones blancos casi transparentes, miraba a Alex de un modo indiscreto. Unos pasos por delante de ellos, un ciego, amplio y fornido, con unas gafas oscuras de pasta, se repeinaba ante los cristales mientras canturreaba una canción que insinuaba que… “la vida era una huida hacia delante”. —¿Te ves bien, Raúl, en ese vidrio o sale la imagen borrosa? —le preguntó Alex con ironía. —Pero si es el atolondrado —le contestó el invidente. La verdad es que no veo ni papa —le dijo—, pero me gusta asearme antes de subir al vagón, porque siempre hay algún listillo que pica.